Por: Arturo Sarukhán*

Pandemia, clima extremo, movimientos masivos de personas, amenazas de una tercera guerra mundial, inflación y crisis energética: qué rápido nos acostumbramos en 2022 a esta lista de convulsiones globales. Este es el conjunto de desafíos más complejo, dispar y transversal en décadas. Con shocks económicos, sociales y geopolíticos entrelazados, pocos factores en 2022 retrataron de manera tan nítida la policrisis que vivimos —y de cómo convergen la volatilidad y fluidez de la seguridad internacional, energética, alimentaria y social— que la agresión premeditada rusa contra Ucrania. Vaya, en muchos sentidos, Ucrania es el crisol de esta policrisis, y de ella desdoblo aquí varias reflexiones acerca de cómo podría transitar el sistema internacional en 2023.

La agresión rusa ha producido dos reacciones diferentes. La OTAN rara vez ha estado más unida. Alemania ha roto su postura de apaciguar a Rusia a través del comercio y la inversión. Y en lugar de hablar de la “finlandización” de Ucrania, asegurando su neutralidad, son Finlandia y Suecia las que se enfilan como nuevos miembros de la OTAN. Sin embargo, más allá del susodicho “bloque occidental”, el resto del mundo parece haberse encogido de hombros. El llamado a la solidaridad con Ucrania a menudo ha caído en saco roto. El sur global sigue reacio a ver la resistencia de Kiev ante Rusia como una guerra contra la agresión internacional y el colonialismo. Quizá en parte es el resultado de que sus propias identidades poscoloniales están formadas por luchas contra imperios europeos o la hegemonía estadounidense, no contra Rusia o China. Países que deberían estar a favor de un sistema internacional basado en reglas, que les ha beneficiado a lo largo de las últimas tres décadas, se han abstenido en votaciones de la ONU para condenar a Putin. Y la guerra ha puesto de relieve el activismo de nuevas potencias medias como uno de los principales vectores de cambio en la remodelación del entorno internacional. Son un elenco de peculiares compañeros de viaje. Sudáfrica, India, Corea del Sur, Alemania, Turquía, Arabia Saudita, Brasil o Israel no tienen mucho en común. Unos son democracias; otros, autocracias y unos ocupan un área gris. Algunos son países en desarrollo con poblaciones en auge; otros, economías pujantes que luchan contra el declive demográfico. Algunos ejercen su estatus de potencia media gracias a su extensión y ubicación geográfica, otros gracias al poderío económico. Mientras unos son miembros constructivos de la comunidad internacional, otros son transaccionales y disruptivos. Pero todos comparten una característica fundamental: están decididos —en contraste con México y su presidente— a estar sentados a la mesa y no en el menú, ya que todos tienen el poder y la ambición de incidir en cómo se traduce la globalización en regionalización y su papel en ésta. Y ésa es la clave determinante de la influencia de estas nuevas potencias medias.

La historia moderna se asoma como una crónica de progreso a través de la improvisación, innovación, reforma y gestión de crisis. Hemos esquivado varias depresiones económicas, creado vacunas para detener enfermedades y, por el momento, contenido a un agresor, de paso evitando que se escale a un conflicto con armas nucleares. Pero no cabe duda que lo que está en juego en el sistema internacional es enorme, y encarna una incertidumbre radical que se cierne sobre el futuro de todos. Es factible que ese camino sobre la cuerda floja que recorrimos en 2022 se volverá más precario, volátil y angustioso en 2023. 

Consultor internacional*

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