La ética no es un don divino, ni en los individuos, ni en las sociedades. Se construye, en lo individual y lo social.
Sus fuentes son diversas: religiones, principios, filosofía, leyes e incluso costumbres. Para todos los seres humanos la ley debe imponer igualdad de inicio. Pero las diferencias se vuelven inevitables. La vida cotidiana y la gran suma final, las crean. Esas diferencias nos permiten admirar y condenar. Gandhi o la Madre Teresa son referentes vivos. En el otro extremo -la lista es larga- mencionemos dos: Pol Pot -con el récord de velocidad de los genocidas- y Klaus Barbie, ”El carnicero de Lyon” que llevó a la muerte a decenas de niños judíos.
La construcción de una ética personal nos permite domeñar nuestros instintos y cultivar cualidades, volvernos humanos. Pero hablar sólo de individuos puede ser tramposo. Buscar seres excepcionales no es una buena fórmula para desarrollar una ética social. Por fortuna la filosofía, las ciencias sociales han creado miradas que nos permiten escapar de la óptica individual y entender cómo se forjan los valores en una sociedad. La filosofía nos remite a la Antigüedad: “Mi conciencia tiene para mi más peso que la opinión de todo el mundo”. En la vertiente social Max Weber y su estudio sobre la ética protestante, es obligado. La Encuesta Mundial de Valores, un esfuerzo colectivo, coordinado por Ronald Inglehart desde la Universidad de Michigan, dio un salto fantástico: cuantificar los valores del 90% de los humanos.
Así llegamos a un territorio incómodo: la comparación. Así como aceptamos que hay seres humanos notables por su solidez axiológica, los números nos enseñan que hay sociedades recias y otras débiles en su ética. La incomodidad surge porque al final no todos los seres humanos son iguales, algunos acceden a una superioridad ética. Esa palabra, superioridad, para muchos es inaceptable. Lo mismo ocurre con las naciones, la diplomacia y los nacionalismos, la repelen. Pero las realidades están allí.
Los parámetros son bastante sencillos. En algunas sociedades la mentira recibe una gran condena. Decir “you are a liar” en Estados Unidos o en Japón, es una muy grave aseveración. Sissela Bok -una brillante filósofa de origen sueco, formada en Estados Unidos- escribió hace tiempo un libro notable, Lying. Animó la discusión. La ética no es etérea. Las consecuencias de la mentira son dramáticas. Las sociedades que la arrinconan pueden eliminar muchos trámites. La condena social no extermina a los mentirosos, pero sí los acorrala. Hay países, la República Checa y muchos otros, donde en el transporte público no se requiere la presentación de un boleto. Se sabe que la enorme mayoría de los usuarios han pagado por el servicio. Cuando en las inspecciones -azarosas pero permanentes- descubren a un falsario, la multa es terrible. Robert Putnam también ha trabajado el tema de manera consistente, Bowling Alone, 1995. Los resultados son apasionantes: la mentira encarece la vida de los ciudadanos y empobrece a las sociedades. Otro parámetro es el respeto a las normas, la cultura de la legalidad. Lawrence Kohlberg fue pionero en el tema. La pregunta clave es, por qué se respetan las normas, por miedo a la sanción o por convicción. Siempre habrá mentirosos y violadores de la norma pero, como en una campana de Gauss, se trata de que la gran mayoría no mienta y respete las normas. El INE y el Instituto de Investigaciones Jurídicas realizan periódicamente este tipo de estudios. El respeto a la legalidad ha ido mejorando, pero nos falta mucho.
Todo indica que una ministra de la SCJN plagió. Le ha mentido a la UNAM, al Poder Judicial, al Senado, a los mexicanos. La presunción de inocencia se agotó. De acuerdo al artículo 95 constitucional fracción IV, la simple duda la inhabilita. Hay vías jurídicas -imperfectas- para acorralarla. Termine como termine, será doloroso trance para ella y un sano episodio para nuestra nación.
Tener dignidad llevaría a sentir vergüenza. Por México y por sí misma, debería renunciar.