En otras culturas, cuando se descubre que alguien ha cometido un plagio en su tesis académica, ocurre que el culpable abdica de su cargo. Quizás se deba a que no son culturas tan ancestrales ni tan sabias como la nuestra. Lo que sí hay es la esencial dignidad de reconocer que cuando se comete un ilícito se corre el riesgo de ser descubierto y de afrontar las consecuencias en tal caso. Aquí no sólo no sucede, sino que además se le echa la culpa a la universidad que fue timada, como si un pasajero que violara las reglas de la cabina le echara la culpa al avión y al piloto.
Ante la contundencia de un plagio tan obvio como el actual, y descartado que la plagiaria optase por la dignidad personal, se reta a la universidad a que demuestre judicialmente que carece de ella. El presidente (cuya ideología no es la hipocresía y quien lo que más estima en la vida es su honestidad), insiste una y otra vez en que no corresponde a la ministra asumir su responsabilidad, ni a la UNAM declarar que el plagio está demostrado, como ya lo hizo, sino que debe ser el fiscal general quien dicte la sentencia, como dijo el 16 de enero en su conferencia mañanera. Para él, la autoridad académica y moral de la UNAM es un “choro mareador”, algo que es real sólo si la sanciona el poder judicial, cuya experiencia académica es limitada y al que además, en este caso, pertenece quien cometió la infracción.
No me parece promisorio. Judicializar el asunto serviría no para corroborar lo que la academia ya juzgó, sino para otorgar una licencia que permita a la ministra seguir siéndolo con el argumento de que no hay plagio mientras el asunto esté en litigio. Un litigio en el que, como en este caso la ley sí sería la ley, la justicia no sería ni tan pronta ni tan expedita (como en la Fiscalía de la CDMX, donde resolvieron en 10 días la inocencia de la ministra), lo que permitiría al presidente y a su amiga actuar como si nada ocurriera.
Un caso, quizás el más notorio, de la improductiva judicialización de los asuntos académicos es precisamente el del fiscal general Gertz Manero, ahora nombrado supremo juez del plagio. Esto es algo particularmente retorcido si se recuerda que a él mismo se le comprobaron importantes plagios académicos en los libros que presentó ante el Conacyt para ser nombrado investigador nacional. Escribí bastante sobre ese asunto que, desde luego, no llevó a nada: el “Conacyt de la 4T” no judicializó el asunto y prefirió nombrar una comisión “especial” que le otorgó velozmente al fiscal el nivel más alto en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI).
Durante 10 años, las comisiones dictaminadoras del SNI rechazaban su solicitud de ingreso: no había nivel ni obra válida, había plagios, etc. El señor Gertz pedía un amparo tras otro y el Conacyt volvía a rechazarlo: cientos de páginas en expedientes asombrosos. Hubo un momento en el que se alegó judicialmente que la idea de calidad académica no importa porque “carece de certeza jurídica”. He ahí el resultado de judicializar a la academia: cinco sabios juzgan que no hay calidad, quedan por debajo de un fiscal que alega que la idea de calidad no tiene valor jurídico. Pero cuando llegó “el Conacyt de la 4T” le dio de inmediato la razón a Gertz, que ahí sigue, investigando. La ley es blanda, pero no fue ley.
Por otro lado, sería simpático ver al fiscal Gertz, plagiario, juzgando si la ministra Esquivel es plagiaria. Supongo que sólo decidir si la palabra “copiar” significa copiar tomaría un semestre y llenaría 200 legajos y cinco amparos…
Y el estrado del Estado, claro, aplastaría al pobre pupitre…