En un artículo publicado en octubre de 2021, Mario Vargas Llosa intentaba responder de manera más profunda a la polémica que él mismo había suscitado al sostener en la Convención Nacional del Partido Popular en España -durante la cual les concedió su apoyo- que con frecuencia los electores se equivocan. Según el Premio Nobel, el asunto no resulta tan difícil de dilucidar: se vota bien si se vota a favor de la democracia y mal si se vota en contra; y, aunque afirma que no es sencilla la distinción, en el fondo él siempre logra hacerla. En los últimos años, el gran novelista no ha dudado en concederle su apoyo en Brasil, Chile, Colombia y Perú a Bolsonaro, Kast, Hernández o incluso Keiko Fujimori -la hija del dictador que lo derrotó en su aventura presidencial-, todos los cuales terminaron perdiendo y a quienes resultaría imposible identificar como adalides de la democracia liberal que él afirma sostener con tanto entusiasmo.

Las críticas a semejante postura -la idea de que los votantes suelen equivocarse- no se hicieron esperar. Muchos insistían en señalar la posición arrogantemente aristocrática según la cual un intelectual ilustrado -que se asume casi como uno de los sabios de Platón- se arroga el privilegio de distinguir el bien del mal mejor que los ciudadanos a los que dice defender. Por más que exista una obvia condescendencia en el planteamiento de Vargas Llosa, lo cierto es que la historia ha demostrado que, en efecto, con frecuencia los electores se equivocan. Más aún: la democracia se inventó justo para que estos puedan equivocarse y, después de ello, rectificar. Al menos en teoría es lo que debería ocurrir en cualquier democracia: una vez que la mayoría descubre que un partido o un líder ya no les convence, pueden acudir a las urnas para demostrarle su rechazo. Cada vez que hay alternancia -una condición esencial del modelo-, los votantes reconocen un error que se aprestan a enmendar.

Los electores de la República de Weimar que en 1933 le dieron su apoyo mayoritario a Hitler sin duda erraron; y, lejos de este caso extremo, lo han hecho en todas partes al elegir a líderes o partidos que se han revelado ineficaces, corruptos, tramposos o mendaces. Los estadounidenses obviamente cometieron una torpeza mayúscula al elegir a Trump -incluso conforme al criterio vargasllosiano, alguien que pretendió destruir la democracia- y muchos mexicanos piensan que se equivocaron al votar por López Obrador por traicionar buena parte de sus promesas de campaña. Más cerca de nosotros, parece claro que los británicos terminarán por arrepentirse de haber aprobado el Brexit, lo mismo que los colombianos de rechazar el plan de paz o, más recientemente, los chilenos de darle la espalda a una nueva Constitución de corte social para reemplazar a la aprobada por Pinochet. En estos tres últimos casos se trató, además, de plebiscitos o consultas vinculantes, no de elecciones propiamente dichas, lo cual acentúa el malestar, puesto que resultará mucho más complicado revertirlo, si acaso llega a hacerse.

Las equivocaciones son, pues, parte esencial de la dinámica democrática: tener la mayoría no implica por fuerza tener la razón, como afirman algunos críticos del peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás -según la mordaz definición de Churchill-: la elección de un partido o de un político no constituye una prueba definitiva de su capacidad o su talento, sino apenas un voto de confianza transitorio y entre paréntesis. Por desgracia, en nuestra época suele confundirse la mera popularidad con la virtud -como cada vez que AMLO se enorgullece de su segundo lugar mundial- y la proliferación no tanto de noticias falsas -que siempre han existido-, sino de un cinismo general al que desdeña los engaños que salen a la luz, provoca que el mecanismo mediante el cual la democracia intenta corregirse una y otra vez deje de funcionar. El gran peligro de nuestra época no es que los votantes se equivoquen, sino que, dominados por sus emociones y sus sesgos ideológicos, se empeñen en perseverar en el error.

@jvolpi

 

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