VII domingo del tiempo ordinario
Antes se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente, pero yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. Si alguno te golpea la mejilla derecha preséntale también la izquierda; al que te quiera demandar en juicio para quitarte la túnica, cédele también el manto…” (Mt. 5, 38-41).
Antes se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo; yo en cambio les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos” (Mt. 5, 43-45). Qué difícil, para la lógica humana, entender y aceptar estas propuestas de Cristo, pero se trata del único camino que puede salvar al mundo.
Más allá de la ofensa cotidiana, hoy el mundo está muy lastimado por situaciones verdaderamente antihumanas. Por desgracia, los abusos, los resentimientos, los odios, las venganzas, la discriminación y demás sentimientos equivocados siguen ganando terreno. Es triste, dice el Papa Francisco, constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más (M. V. 10).
El domingo pasado, Jesús nos pidió que nuestra justicia fuera mayor que la de los escribas y fariseos (Mt. 5, 17-20). Y hoy nos dice de qué manera. “Antes se dijo ojo por ojo, diente por diente”, porque con esa ley se buscaba una adecuada reciprocidad entre culpa y pena, entre ofendido y ofensor, intentando así restablecer la justicia.
Se pretendían eliminar los motivos de venganza y evitar que se tomaran medidas desproporcionadas a la ofensa. Así se creía que se podía regular el nivel de penalidad de acuerdo a la ofensa. Hegel sostiene que los efectos sociales de la injusticia, si ésta no es punida legalmente, producen necesariamente situaciones de venganza.
Pero Jesús que viene, precisamente, para implantar la justicia, aclara que no viene a suprimir ni la ley, ni los profetas, sino a darles plenitud. La plenitud se logra llevando a su máxima expresión el amor. Por eso, hay que amar incluso a los enemigos. Así lo hizo Jesús en la Cruz.
¿Por qué no basta el ojo por ojo, diente por diente? Porque, en realidad, ni la ofensa ni la culpa se pueden medir. Dañan de modo integral al ser humano. La ofensa no queda sólo en daños materiales. Implica una corrupción del corazón de quien ofende y un daño en el ser del ofendido.
Sócrates dice que el injusto no puede regresar a la situación precedente de justicia ni siquiera a través de la punición. Su injusticia expresa una corrupción en su corazón. Y, por parte del ofendido, Max Scheler presenta un proceso de formación de la disposición del ánimo a partir de la venganza, el odio y la envidia, reprimidos muchas veces por impotencia, situaciones que después revierten hacia dentro del sujeto.
Frente a esto, dice Antonio Malo, igual que en el evangelio de los dos deudores que no podían pagar la deuda, se abren dos posibilidades: una, aplicar la justicia simétrica, es decir, la punición, donde una de sus reglas puede ser la ley del Talión, y la otra es condonar la deuda.
Ante estas complicaciones nos dice la sabiduría divina: “No odies a tu hermano ni en lo secreto de tu corazón… no te vengues ni guardes rencor a los hijos de tu pueblo” (Lev. 19,17-18). Lo que significa, ante la ofensa, trabajemos por crear una condición nueva. Sin esa condición nueva, puedes aguantarte de no realizar acciones contra quien te ofendió, pero puedes estar ardiendo por dentro, generando situaciones que después revierten hacia ti, como lo explica Max Scheler.
En realidad, no hay nada con qué borrar los efectos de una ofensa. Por eso, la única salida, como lo hizo Cristo, es la gratitud del don. Sólo así se crean condiciones de vida diferentes. Y, en eso, consiste precisamente el perdón.
En el perdón, la culpa no es destruida en sus efectos, sino transformada mediante la novedad del don que abre nuevos espacios de libertad. Por eso, el perdón implica ofrecer confianza al culpable para que éste pueda recomenzar una nueva relación consigo mismo y con el ofendido.
Se trata de “un don tal” y “en modo” que pueda ser aceptado por el culpable. Por eso, dice Jesús: “antes se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por quienes los persiguen y calumnian” (Mt. 5).
Sin perdón, la culpa y los efectos de la ofensa tienen la última palabra. Y los procesos físicos y psíquicos ligados a la necesidad son insuperables. Pero, ahí no florece la vida. Sin el perdón, la vida se vuelve infecunda y estéril (Francisco).
¡Señor, sánanos con tu amor!