Tercer domingo de cuaresma
Jesús pasa por Sicar, una ciudad de Samaria, donde se encuentra con la samaritana (cfr. Jn. 4, 7). Y ahí, en el encuentro con ella, sucede algo inimaginable para el entender humano, pero deseado por Dios: Jesús muestra con contundencia que viene para derribar los muros que separan al hombre del hombre y al hombre de Dios. Rompió las diferencias de sexo, de raza, de religión, de cultura… que tanto dificultan experimentar la grandeza del verdadero amor.
Dice el evangelio que, cuando los apóstoles regresan, se sorprenden de ver a Jesús platicar con aquella mujer (cfr. Jn. 4, 27). ¿Cómo es que Jesús platica con una mujer? En el contexto del tiempo, éstas no tienen valor, hablar con ellas es perder el tiempo. Además, es samaritana, es decir, su fe no es la misma que la de ellos, pues los samaritanos eran vistos por los judíos como herejes. Pero aún falta algo: su vida moral no era aplaudible, pues como el mismo Jesús le dice: “es cierto, no tienes marido, pues has vivido con cinco y con el que ahora vives no es tu marido”. Lo cual indica que era una mujer con una vida moral turbulenta. Tres motivos para ser rechazada: diferente sexo, hereje y pecadora.
Jesús se sentó en el brocal del pozo porque tiene hambre y tiene sed, pero su hambre y su sed más fuertes no son por la limitación física, sino rescatar al ser humano del pecado más grave: la discriminación que el ser humano hace del mismo ser humano. Quiere rescatar la humanidad del problema del descarte, la exclusión, la descalificación y la indiferencia, situaciones que dividen y matan continuamente al ser humano.
Jesús entró en el corazón de aquella mujer, no para condenarla, sino para amarla; por lo que ella experimenta lo que nunca había vivido antes en su vida: sentirse con su corazón abierto de par en par, ante alguien que le ve con un amor totalmente diferente al que le habían mostrado otros hombres.
Ese es un privilegio del que todos podemos disfrutar frente a Jesús, abrir el corazón con la certeza de ser entendidos y, por tanto, amados. Por eso la oración, como espacio con Dios es el pozo de donde brota el agua viva. Enseña San Agustín: la oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (cfr. Cat. I. C. 2560).
La samaritana no entendía los planes de Dios, ni mucho menos los modos de Dios, pero al experimentar la sed que Dios tiene por amarla, eso le permite abrirse a la oferta de Jesús. Ahora aquella mujer no solo entenderá que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, sino que también entenderá que en el corazón de Dios cabemos todos, sin distinción. Entenderá que la verdadera adoración es en espíritu y en verdad. Entenderá que Dios no está circunscrito a un pueblo o espacio.
Jesús rompe además otra barrera: “la ascendente”, la que va del hombre hacia Dios. Jesús está facilitando el caminar del hombre hacia Dios. Y el resultado no se hace esperar: aquella mujer va a anunciar a su gente que ha encontrado al Mesías (cfr. Jn. 4, 28-30). Y los frutos continúan pues más delante, la misma gente dirá a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es, de veras, el Salvador del mundo” (Jn. 4, 42).
Aquella mujer y su pueblo, se convierten en el símbolo del caminar hacia Dios. Cristo es reconocido como el acceso al Dios verdadero.
No tengamos miedo a abrirle el corazón a Jesús. Él es el sediento del camino, pero a la vez nos conduce al agua viva. Es el hambriento, pero Él mismo se convertirá en el Pan que da la vida. Siente fatiga, pero nos invita a estar con Él para reparar las fuerzas.