Incluso antes del secuestro de cuatro estadounidenses en Matamoros, en Washington crecía un clamor, sobre todo entre ciertos legisladores republicanos y figuras de administraciones pasadas: la crisis del fentanilo y la violencia en México se habían complicado tanto que el gobierno estadounidense debía considerar designar de manera formal a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Y no solo eso. Estados Unidos debía plantearse medidas extremas, entre ellas intervenir militarmente en territorio mexicano, incluso sin la participación y beneplácito de México.

En su libro reciente, Mike Pompeo, exsecretario de Estado con Donald Trump, dijo que México tiene zonas ingobernables con las que Estados Unidos tendrá que lidiar tarde o temprano, contando o no con la colaboración del gobierno mexicano. Hace unos días, en una polémica columna en el Wall Street Journal, el exfiscal general de Trump, Bill Barr, sugirió básicamente lo mismo. Se necesita, escribió Barr, “un esfuerzo estadounidense dentro de México, como nunca”. El congresista texano Dan Crenshaw, que se ha confrontado públicamente con el presidente López Obrador, también parece querer una presencia militar estadounidense en México.

El gobierno de México ha rechazado esto de manera tajante. En una carta publicada el viernes pasado en el propio Wall Street Journal, el canciller Ebrard responde a Bill Barr. “Su propuesta para combatir los cárteles en México es una violación del derecho internacional”, dice Ebrard. “México nunca permitirá que se viole su soberanía nacional. Somos un socio estadounidense clave y debemos ser tratados con respeto. La política del señor Barr generaría aún más violencia y víctimas en ambos lados de la frontera, y dañaría aún más los intereses de EU al erosionar toda la cooperación bilateral”.

Ebrard tiene razón.

El Congreso estadounidense se equivoca al siquiera plantear una intervención militar en tierra mexicana. Como sugiere Ebrard, es inadmisible y, peor, probablemente contraproducente. Y es ignorante: la historia existe, y un atropello estadounidense abriría viejas y profundas heridas que, en efecto, harían imposible la colaboración y la confianza indispensables para salir de esta ya larga crisis.

Hasta ahí, el gobierno de México tiene razón.

Pero el Presidente López Obrador se equivoca cuando sugiere, como es su costumbre cada vez que llega a una crítica desde Estados Unidos, que lo que hemos escuchado en las últimas semanas es producto de supuestos tiempos electorales o propaganda política. Aunque la política nunca descansa, estos no son tiempos estrictamente electorales en Estados Unidos. La última elección federal ocurrió hace apenas tres meses. Aunque algunos políticos ya se alistan para una posible candidatura presidencial, las elecciones primarias no ocurrirán sino hasta dentro de once meses. Remitir a supuestos motivos electorales para desechar la preocupación de Washington por la violencia y el tráfico de fentanilo es una falacia.

Lo que ocurrió en Matamoros no admite trivializaciones. Ciertamente, no admite el coqueteo con soluciones injerencistas, de músculo militar, pero tampoco debería admitir argumentos nacionalistas baratos. Envolverse en la bandera y acusar una supuesta conspiración contra México no sólo es una exageración: es una distracción. Los congresistas estadounidenses tienen razón en estar preocupados. Por supuesto que hay zonas de México controladas de manera casi absoluta por el narcotráfico, que actúa con una impunidad pasmosa (a menos de que las personas agredidas sean estadounidenses, en cuyo caso la justicia llega rápido y la contrición también). El gobierno de México tiene razón cuando señala la enorme responsabilidad de los estadounidenses, no solo en el consumo voraz de drogas sino en el abasto inagotable de armas de guerra. En la intersección de estas preocupaciones debería estar la colaboración productiva, no la amenaza mutua.

Mientras no se entienda, el único que gana es el crimen organizado. Como desde hace demasiado tiempo.

@LeonKrauze

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