No había otra salida. Una vez en el gobierno se volvió evidente que era el único remedio. El resto de las instituciones estaba tan corrompido y la amenaza era tan acuciante que optamos por lo único sensato. No había otra manera de enfrentar el peligro, la supervivencia del Estado se hallaba en entredicho, hicimos lo único que podíamos hacer. Era imperativo valerse del último recurso a nuestra disposición. Por riesgoso que fuera, teníamos que usar esa reserva de eficacia y lealtad para salvar a la patria.

Estos fueron más o menos los argumentos de los que se valió Felipe Calderón en 2006 para ordenar los primeros “operativos conjuntos” entre las policías federal, estatal y municipal y el Ejército para combatir al crimen organizado. Acaso la decisión más temeraria y perniciosa tomada por un presidente mexicano desde que Díaz Ordaz y Echeverría consintieran que los militares disparasen contra estudiantes desarmados en 1968. A partir de ese momento, el país no volvió a ser el mismo: en vez de un avispero de violencias incubadas y durmientes, se transformó en muy poco tiempo en uno de los lugares más peligrosos del planeta. La solución extrema se convirtió, así, en el problema. Y México reinició su escabrosa andadura militar.

Doce años después, el principal opositor al despliegue castrense recuperó los mismos argumentos de su enemigo histórico. No había otra salida. Una vez en el gobierno se volvió evidente que era el único remedio. El resto de las instituciones estaba tan corrompido y la amenaza era tan acuciante que optamos por lo único sensato. No había otra manera de enfrentar el peligro, la supervivencia del Estado se hallaba en entredicho, hicimos lo único que podíamos hacer. Era imperativo valerse del último recurso a nuestra disposición. Por riesgoso que fuera, teníamos que usar esa reserva de eficacia y lealtad para salvar a la patria.

Desde que llegó al poder, Andrés Manuel López Obrador no ha hecho otra cosa que llevar a su extremo la lógica calderonista -puesta en marcha por Genaro García Luna, hoy exhibido como emblema de su fracaso-, aunque disfrazándola hábilmente como una ruptura con el calderonismo. No solo la misma “solución” para el mismo problema, sino la misma “solución” para todos los problemas: de la seguridad pública a la construcción de infraestructura, de la administración de empresas al control de puertos y aduanas, de su incursión en el sistema financiero a cualquier otra área del gobierno que requiera una operación tan veloz y efectiva como opaca y ajena al escrutinio público.

Si durante décadas el viejo régimen revolucionario, fundado por antiguos militares y caudillos, se esmeró en arrinconar poco a poco al Ejército hasta expulsarlo de la toma de decisiones -en un tránsito que va de Lázaro Cárdenas a Miguel Alemán- para concentrarlo en labores humanitarias o secretas -como la Guerra Sucia-, el alzamiento zapatista de 1994 volvió a colocarlo como una herramienta necesaria para el Estado. Una arma secreta que estaba allí, en la sombra, lista para recuperar sus fueros.

Eso fue justo lo que hizo Calderón con su guerra contra el narco; eso fue lo que, con la misma indolencia que caracterizó a todo su gobierno, mantuvo Peña Nieto -con consecuencias como Tlatlaya o Ayotzinapa- y eso es lo que ahora ha exacerbado AMLO en la 4T. Quizás este nombre anunciaba ya sus intenciones: al menos en su imaginario, las otras tres transformaciones -la Independencia, la Reforma y la Revolución- se llevaron siempre a cabo con el concurso en primer plano del Ejército.

Nada puede haber de izquierdas en empoderar a los militares de maneras aún más obscenas que la derecha: igual que antes, la solución es el problema. Hoy, en un gobierno que cada mañana machaca a los conservadores, el Ejército espía impunemente a civiles e, igual que con Calderón o Peña Nieto, ejecuta a mansalva a civiles desarmados con el pretexto de ser delincuentes. Ni una ni otra cosa son excepciones, sino la consecuencia natural de esa lógica que hoy une, de la manera más perversa imaginable, a Calderón y a López Obrador.

@jvolpi

 

 

 

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