IV domingo de Cuaresma
El evangelio nos presenta uno de los milagros más importantes de la vida pública de Jesús: la curación de un ciego de nacimiento (Jn, 9, 1-41). Con este milagro, Jesús da sustento a la definición que hace de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo”. Jesús es la luz y genera luz.
La intensa interacción que se da entre Jesús, el ciego, los papás, la gente y los fariseos, nos permite entender el profundo significado de este milagro. Lo que está de por medio no es sólo la curación física, sino lo esencial, que es ir mucho más allá: atrevernos a ver desde la mirada de Dios, es decir, ver desde la fe.
Sin la fe, los juicios sobre el mundo, sobre el hombre y sobre el mismo Dios siempre serán limitados, pues no van más allá de los alcances sensibles. En cambio, ver desde la fe significa encontrar algo más profundo. Le dice el Señor a Samuel: “Yo no juzgo como juzga el hombre. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones”.
La curación del ciego de nacimiento permitió que muchos entraran al mundo de la interioridad, del amor y de la fe. Que entendieran la presencia divina, mostrada en Jesús. Y el primero en llegar a este nuevo modo de ver la vida es el propio ciego que fue curado, por eso, dice a Jesús: “Creo, Señor. Y postrándose, lo adoró”.
Qué triste cuando el corazón se cierra en sí mismos y se obstina en no querer reconocer lo que es totalmente evidente, como sucedió con los fariseos. El pecado de los fariseos y de tantos más en el mundo, escribe San José María Escrivá, “no consiste en no ver en Cristo a Dios… sino en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abra los ojos” (Es Cristo que pasa, n. 71). Para entender la vida, la referencia no podemos ser nosotros mismos.
Desde la autorreferencialidad, siempre terminaremos entendiendo mal la vida, a las personas y al mismo Dios. Por eso, echan fuera de la sinagoga al que fue curado, y le dicen: “Tú eres puro pecado desde que naciste”.
Frente a la contundencia con que Jesús manifiesta la salvación, nos quedan dos opciones: o, definitivamente, le permitimos que nos abra al entendimiento de la fe para conocer a Dios tal cual es o, simplemente, seguimos empeñados en encerrar a Dios en nuestras pequeñas fórmulas y engañándonos pensando que la medida de Dios debe ser de acuerdo a nuestro pobre modo de ver las cosas. Por eso, el mismo Jesús dice: “Yo he venido a este mundo para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos” (Jn. 9, 39).
Hoy recordamos, con profunda devoción al Sr. San José. Podemos ver en él un ejemplo más que claro de esa disposición del corazón para entender desde Dios. No entendía lo que sucedía con María, su esposa, pero se mantuvo abierto para comprender.
Vemos en él la humildad que le permite adoptar los caminos de Dios, como el mismo Dios los marca y no como el corazón humano, a veces, quiere aferrarse.
No nos empeñemos en querer ver según nosotros, pues nuestro alcance siempre será limitado. Mejor pidamos al Señor que nos conceda la fe sencilla como la de San José y como la del ciego de nacimiento quien, como dice San Agustín: “Lavada finalmente la faz del corazón y purificada la conciencia, reconoce a Jesús, no sólo como hijo de hombre, sino Hijo de Dios” (Comentario al Evangelio de San Juan, 44, 15).
San José, tú que eres grande porque escuchaste a Dios, ruega por nosotros.
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