V domingo de Cuaresma
Creemos en el Dios de la vida. La palabra de Dios de este domingo nos muestra que, ante los diversos aspectos de muerte, Dios siempre nos ofrece una respuesta de vida.
En la primera lectura encontramos la respuesta de Dios a un pueblo que vive bajo el desaliento. Israel se encuentra en el destierro en Babilonia y el desánimo se ha apoderado de sus corazones, la esperanza no les acompaña. Para el pueblo eso equivale a la muerte, pero el Señor les hace sentir su voz a través del profeta Ezequiel: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel”. No tengamos miedo, aún cuando las adversidades de la vida nos orillen a la tristeza, el desánimo y el sinsentido de la vida, Dios tiene una respuesta. Así lo mostró al pueblo de Israel y así nos lo ha mostrado a muchos de nosotros, en nuestra historia personal.
El salmo 129 pone de relieve otro aspecto de la muerte: el pecado, que mata desde dentro y nos arrebata el derecho a vivir: “Si conservaras el recuerdo de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara?”. Pero, el salmista nos da ejemplo de que un corazón humilde siempre encuentra la mejor de todas las puertas: “Perdónanos Señor y viviremos”. “Desde el abismo de mis pecados clamo a ti; Señor, escucha mi clamor, que estén tus oídos atentos a mi voz suplicante. De ti procede el perdón, por eso con amor te veneramos”
San Pablo, en la segunda lectura, advierte que el desorden y el egoísmo nos alejan de Dios. Y podemos añadir que, además, nos complican en la sana convivencia con los demás. Por eso, nos exhorta: “ustedes no lleven esa clase de vida, sino una vida conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita verdaderamente en ustedes”. ¿Por qué aferrarnos a lo que da muerte, si tenemos la opción de encontrar vida?
El evangelio, por su parte, asumiendo todo lo anterior, subraya que Dios es el dueño de la vida temporal y de la eterna. La resurrección de Lázaro nos muestra que Dios es dueño de la vida temporal en todas sus dimensiones: aquel cuerpo inerte que yacía en el sepulcro recobró la vida temporal, la familia, por su parte, olvidó la tristeza y retomó el regocijo. También se restablecen las relaciones perdidas y se reafirma la confianza en Dios, entre otras cosas más. Sin embargo, lo más grande de este milagro es que nos rectifica que Cristo está con nosotros como garantía de vida eterna: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Este milagro entroniza a Cristo como el Señor de la vida, abriéndonos así a la esperanza más trascendental: la esperanza de la eternidad. La resurrección de Lázaro, implicó algo inaudito: revivificar su cuerpo, pero lo más importante es que ahora Lázaro y los suyos también fueron renovados en su corazón, pues su corazón se abrió a una fe más profunda en Jesús, que les unirá con Él hasta la eternidad.
La resurrección de Lázaro, por todo lo que envuelve, es signo de la resurrección del creyente. No sólo Marta, María y Lázaro, sino que también “muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él”. Por eso, dice el Padre Cantalamessa: “La historia de Lázaro ha sido escrita para decirnos esto: que hay una resurrección del cuerpo y hay una resurrección del corazón; si la resurrección del cuerpo va a tener lugar en el último día, la del corazón tiene lugar o puede tenerla cada día. Hoy mismo” (Echad las redes, ciclo A, p. 109).
Si hoy le damos a Cristo la oportunidad de revivir nuestro corazón con su gracia y con su palabra viva, hoy nuestro corazón se sigue impregnando de eternidad.