En este domingo, además de su entrada gloriosa a la gran Jerusalén, se vuelve imponente la narración de la pasión de nuestro Señor Jesucristo (Mt. 26, 14-27, 66). Ésta nos resume toda la herencia de amor que Él nos deja en la Cruz. Pero, también nos recuerda algo fundamental: Cristo no sólo sufre con todo el que sufre, sino que, sobre todo, imprime a todo sufrimiento un profundo sentido redentor y de esperanza.
En ese sentido, hoy que gran parte de la humanidad está viviendo la pasión dolorosa de la guerra, del hambre, de las incertidumbres políticas, de las dictaduras y de la violencia de grupos criminales, como es el caso de México y de otros lugares, es fundamental replantear muchas cosas sobre el actuar humano y sobre el sentido mismo de la vida. Pero haríamos mal si esto no fuera a la luz y bajo la exigencia de la fe.
Jesús, en su pasión, prueba a fondo el sufrimiento humano y enfrenta cada uno de los matices que éste pueda llevar. Pero hay algo especial a considerar: el silencio de Dios. Si es impactante el actuar del hombre frente al más inocente de la historia, más impactante se vuelve el silencio de Dios frente a estos hechos, como lo expresa el mismo Jesús en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Se trata, sin duda, de la expresión dolorosa más fuerte y profunda de toda la historia. ¿Qué cosa más dura puede haber que el silencio de Dios frente a la tragedia humana más alta? ¿Qué prueba más alta puede haber para un creyente cuando en su angustia invoca a Dios y pareciera que Dios enmudece por completo?
Explicaba san Juan Pablo II: la exclamación de Cristo en la cruz: Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado, no parte desde luego de una falta de fe de Jesús, sino que fue una manera también de asumir el sentimiento de todo aquel que vive la experiencia existencial del abandono máximo. Y expresa, además, la separación radical del hombre con Dios, consecuencia del pecado humano que Cristo asume en su totalidad (Cfr. Salvifici Doloris). Pero, a la vez, Jesús nos enseña que desde la experiencia radical de abandono puede surgir también la profundidad de la fe más alta.
Muchos se preguntan, si Dios existe, entonces ¿Por qué, frente a tanta tragedia que el mundo vive, Él se ha callado? Dios, en realidad, nunca se ha callado. Más bien, llevamos años y años sin dejarlo hablar. Pero hoy es tiempo de que hable Dios y que el hombre guarde silencio.
En el estruendo del bullicio de la vida cotidiana, qué difícil es escuchar a Dios. Los ruidos en los oídos y en el corazón fueron creciendo de intensidad. Pero Cristo encontró, desde el silencio profundo de la Cruz, la respuesta más alta. Del escándalo del aparente abandono, Cristo pasa a reafirmar la máxima confianza en Dios. Por eso, el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, no lo podemos separar de las palabras con que Jesús concluye su obra en la Cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. A veces no podemos, no entendemos, pero qué dicha cuando, a pesar de eso, tenemos la capacidad de decirle a Dios: en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.
Dios no quiere lastimar a nadie, no está de acuerdo en que la humanidad esté padeciendo tanto. Mas, cómo le gustaría que este dolor, que estamos enfrentando, nos ayudara a guardar silencio para poder escucharlo a Él. Nos quiere hablar en su palabra. Nos quiere hablar en la creación que gime con dolores de parto las consecuencias del pecado humano (cfr. Romanos). También quiere que le escuchemos en el hermano más necesitado, al que hemos ignorado, humillado y lastimado. Desde la Cruz, hoy nos dice que no sigamos condenando a nadie, como fue condenado Él.
La maldad y los caprichos humanos hicieron que Cristo llegara hasta la Cruz. Pero eso no fue una derrota, sino la oportunidad para manifestar la plenitud de la gloria de Dios. Por eso, señala San Pablo: “Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y todos reconozcan públicamente que Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses, 2, 9-11).
¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!