Para Conchita Nava, en la memoria del corazón
“El mayor afrodisiaco –decía Henry Kissinger– es el poder”. Provoca una sensación de posesión absoluta que es casi imposible no desearlo. Jean-Baptiste Clamence, el juez-penitente de La caída, lo resume con la precisión de la ironía: “Mandar es respirar. Incluso los más desheredados llegan a hacerlo. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si se es soltero, un perro. Lo esencial, en definitiva, es poder enojarse sin que el otro tenga derecho a replicar: ‘No se contesta a su padre’. Ya conoce la fórmula […] Es necesario que alguien diga la última palabra. Si no, a toda razón se opondría otra; sería el cuento de nunca acabar. El poder, por el contrario, zanja todo”.
Quien ha llegado a zonas donde la acumulación del poder es muy grande, exigirá cada vez más dosis de él hasta llevarlo a apropiarse de la vida social, poniéndola al servicio de esa pasión. Los ejemplos son muchos a lo largo de la historia. Desde Calígula hasta el último de los dictadores ese afrodisiaco descomunal ha producido desastres inmensos.
Por ello, a lo largo también de la historia, la comunidad humana ha creado un complejo entramado de leyes que buscan acotarlo. En México, por desgracia, han servido de poco. Quien tiene poder siempre ha encontrado la manera de eludirlo, de utilizarlo para poseer más poder o simplemente para escapar a su responsabilidad y sentir que se está por encima de todo y de todos. No es innecesario recordar que desde hace décadas tenemos más de 90 % de impunidad.
Dos frases de López Obrador lo expresan con la misma claridad, pero exenta de ironía, de Clamance: “Al diablo con sus instituciones”; “No me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”. Ambas no sólo muestran abiertamente lo que de la ley piensa el hombre que está hoy en la cima del poder, revelan también abiertamente lo que ha sido nuestra vida política y lo que el poder significa para nosotros: la capacidad de hacer lo que “se nos hinchan los güevos”, el gozo, para citar a un clásico de la desmesura, de dejárselas “ir doblada”, es decir, lo que, al deseo de dominio, que asociamos con el placer genital del macho, corresponde cuando no hay nada que lo contenga. Todos esos dichos son la expresión de un apetito de supremacía que busca su correspondencia en la realidad. Quizá, por ello, López Obrador goza, junto con las series de narcos y los narcocorridos, de tanto prestigio. Ajenos a cualquier ley, lo que uno y otros expresan es la densidad afrodisiaca, lo grotesca ilusión que puebla el imaginario al que muchos aspiran: el deseo furioso de la ausencia de límites que el poder oferta.
Lo grave del asunto no es sólo la adhesión admirativa y abyecta que suscita entre quienes se miran en ellos y los imitan, sino su capacidad de contagio, es decir, su capacidad de llevar la violencia a zonas que hasta hace poco estaban inhibidas. Lo que hoy llamamos polarización no es otra cosa que la enfermedad del poder, su impetuoso vértigo y, en consecuencia, la muerte de la política como el arte de conciliar los opuestos o, mejor, el triunfo de las pulsiones más primitivas del deseo de dominio sobre las complejas razones de la cultura.
Sabemos, sin embargo, desde que el demonio en el Génesis formuló las palabras que llevarían a la expulsión del Paraíso –“Serán como dioses”– que la adicción al poder tarde o temprano termina en un desastre absoluto. Los griegos, la llamaban hybris (“arrogancia”). El término, recuerda Irene Vallejo, describe esa pasión violenta que, inspirada por la diosa de la obcecación, Ate, arrastra a los héroes y a los poderosos a avasallar al prójimo y que Némesis, la diosa encargada de restablecer la justicia, castiga. Toda hybris concluye en tragedia. Heráclito lo dijo con la precisión del filósofo: “El hombre no sobrepasará sus límites. Si no, las Erinias que guardan las justicia sabrán castigarlo”.
La espiral del poder engulle, por desgracias, todo. En su capacidad difusiva, ha instalado entre nosotros la tragedia. Contagiados por la fascinación del poder, las distinciones políticas se han vuelto lo que, quizá, siempre han sido en México, un decorado de buenas intenciones resguardadas en leyes que a pocos importan y en instituciones ruinosas o desaparecidas. En esta situación, en las que las reglas de la ética y la política sólo sirven como apoyo a la embriaguez del dominio, vamos perdiendo el sentido del deber y de la responsabilidad frente a los otros.
Es difícil prever una solución. Cuando las fuerzas afrodisiacas del poder se desencadenan, la vida se contamina de prepotencia, blasfemia, desprecio, odio y muerte. Nada, que no sea el desastre, puede, paradójicamente, detenerlo.
Conforme las elecciones se acerquen esa pasión se volverá más apremiante y con ella el incremento de una violencia cuya presencia es ya incontrolable. Tal vez, cuando la tragedia concluya podamos recuperar de sus ruinas algo de nuestra proporción humana, que es siempre ambigua, inestable, frágil, pero sin la cual es imposible habitar el mundo. Por ahora, cuidémonos en lo posible de la contagiosa embriaguez del poder: al mismo tiempo que nos exalta, nos vuelve solidarios de formas de violencia de las que nos creemos vacunados.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.