El segundo Presidente más popular del mundo. Según todas las encuestas, la aprobación de López Obrador se mantiene en torno al 65 %: una cifra que, vista en crudo, es mayor que los votos que recibió en 2018. Él mismo no se cansa de presumirlo como prueba de que sus adversarios, los conservadores, representan a una pequeña parte de la población: una élite que se resiste al cambio.

Antes de atisbar el significado de estos datos, vale la pena realizar dos precisiones. La primera: comparado con sus predecesores, incluidos Vicente Fox y Felipe Calderón, ese 65 % es apenas más alto que el de ellos a estas alturas de su gobierno. Lo segundo -acaso más inquietante- es que AMLO se muestra orgulloso de seguir los pasos de Narendra Modi, el primer ministro de la India, el más popular entre los líderes globales: un hombre al que siempre alaba -y a quien incluyó en su peregrina idea de mediación en la guerra de Ucrania al lado del papa Francisco- pese a sus tendencias fascistas. Como ha dejado claro un reciente documental de la BBC, censurado en su país, Modi fue responsable de la masacre contra la comunidad musulmana de Gujarat en 2002 y desde su llegada al poder se ha dedicado a desmantelar la democracia india a partir de su nacionalismo autoritario.

La popularidad no es sinónimo de buen gobierno, sino de la conexión del gobernante en turno con la mayoría. Y eso es justo lo que parece ocurrir en México, como confirman otros datos: Morena ha ganado casi todos los gobiernos estatales -y se apresta a triunfar en el Estado de México- y la mayor parte de los ciudadanos se muestra dispuesta a votar por sus candidatos en 2024; por si fuera poco, considera a este partido más honesto y confiable que cualquiera de la oposición.

Muchos de sus adversarios no logran entender estas mediciones: en los últimos meses, AMLO ha radicalizado sus posturas, se ha empeñado en militarizar al país, ha emprendido una batalla frontal contra el INE o la Suprema Corte y no para de insultar a sus críticos; la violencia no ha disminuido, ha empeorado el trato a los migrantes y la justicia sigue siendo una quimera. En medio Twitter y en la prensa escrita parecería haber un consenso: López Obrador ha destruido al país en solo cinco años y, aun así, continúa siendo extremadamente popular. La conclusión de numerosos opositores e intelectuales: ese 65 % del país está lleno de estúpidos.

La ceguera ideológica de los radicales pro y anti-AMLO no les permite columbrar lo que la popularidad realmente implica. Como queda claro con el ejemplo de Modi -y tantos otros déspotas-, la aprobación mayoritaria jamás debería ser una carta blanca para que un líder haga lo que se le antoje: para impedirlo existe la división de poderes y la representación parlamentaria. No atender a las minorías -por elitistas que sean- amenaza la convivencia democrática. Si AMLO mantiene su apoyo se debe, sobre todo, a los recursos directos que ha sembrado en amplios sectores sociales, sumados al correcto diagnóstico del hartazgo mayoritario frente a la mafia en el poder que durante décadas -o siglos- se aprovechó de sus privilegios. Lo terrible, y brutalmente demagógico, consiste en creer que 65 es igual a 100.

La oposición, por su parte, comete un error semejante: encapsulada en la defensa de sus propios intereses, no alcanza a ver que ese 65 % no está formado por incultos o zombis. De hecho, buena parte de ese 65 % votó por AMLO -y seguirá haciéndolo- justo porque siente que así ha sido tratada por quienes gobernaron México antes que él.

Nos hallamos frente al peor escenario posible, en el que la cabeza del 65 % del país desprecia al otro 35 % -los conservadores o fifís a quienes solo mueve la corrupción- y donde los supuestos líderes de ese 35 % desdeñan al otro 65 % -masas aborregadas que no miden el autoritarismo presidencial-. La única manera de salir de este atolladero consiste en tratar de obligar a que ese 65 % y ese 35 % vuelvan a verse y escucharse: de otro modo seguiremos siendo rehenes del mayoriteo de los primeros y la suficiencia de los segundos.

 

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