No hay nada más fácil, injusto y hasta cruel que culpar a los inmigrantes por los problemas que tenemos. Es increíble que en este 2023, en un país creado por extranjeros, sigan imponiendo leyes que castigan y criminalizan a los recién llegados. Y la Florida, donde está mi casa, es el mejor ejemplo de cómo no se debe tratar a los inmigrantes.
Hace casi cuatro décadas que vivo en Miami. Es una ciudad fascinante, multicultural y que crece muy rápidamente, en parte, por la constante llegada de inmigrantes. Aquí se habla más español que inglés y más de siete de cada 10 somos hispanos. Cada vez que hay una crisis en América Latina, Miami se va llenando de refugiados. Y de la energía de los que están dispuestos a empezar de cero.
Primero, desde luego, estaban los cubanos que huían de la dictadura de Fidel y Raúl Castro. Pero luego vinieron los nicaragüenses y otros centroamericanos espantados por guerra. Y cuando los carteles explotaban carros-bomba en las calles, los colombianos se refugiaron en la Florida. Y ahora que la tiranía de Nicolás Maduro ha destruido Venezuela y se ha robado la esperanza, muchos de los más de siete millones que han sido expulsados de su país son nuestros vecinos.
Con cada oleada de nuevos inmigrantes, toda la Florida se fortalece. Y se renueva. Cambian los acentos entre los techeros, carpeteros y drywaleros que laboran en los edificios y casas que siempre están en construcción en Miami, Naples y Tampa. Vemos caras nuevas entre los repartidores de paquetes, conductores de Uber, cuidadoras de niños y en los uniformados empleados de los parques en Orlando. Los que limpian los hospitales de Jacksonville hablan español. Y son otras las manos encallecidas que recogen las cosechas de tomate y naranja en Homestead y en Immokalee.
Por eso es indignante, y una gran traición, que en la Florida se haya aprobado una de las leyes antiinmigrante más estrictas del país. La ley (FL 1718), firmada por el aspirante presidencial y gobernador Ron DeSantis, criminaliza la contratación de indocumentados y transportarlos a la Florida puede resultar en cárcel hasta por 15 años. Esta ley no reconoce las licencias de manejar emitidas a inmigrantes en otros estados, obliga a los hospitales a reportar el estatus migratorio de sus pacientes, promueve la discriminación y genera una injusta persecución contra gente que ya ha sufrido mucho y solo quiere salir adelante.
Estoy seguro de que todos los legisladores que aprobaron esta vergonzosa ley antinmigrante se benefician del trabajo de las personas que han castigado. La comida que compran, las casas donde viven y muchos de los servicios que reciben, son posibles gracias al trabajo de indocumentados. En Estados Unidos es prácticamente imposible tener una vida alejada del trabajo de gente que no tiene papeles. Hacen todo lo que los estadounidenses no quieren hacer, pagan impuestos y generan nuevos puestos de empleo.
La aprobación de esta ley está cargada de hipocresía. No hay que rascarles mucho a las historias personales de estos políticos para descubrir que dentro de sus propias familias hubo (o hay) personas que llegaron a Estados Unidos sin visa y sin documentos. Con la excepción de los descendientes de los nativos americanos, todo habitante de Estados Unidos tiene un laberinto migratorio en su pasado. Casi siempre hay un familiar que se coló en el sistema y que no hizo el papeleo correcto antes de entrar.
Escapar de la guerra, de la pobreza, del abuso doméstico, de una dictadura, de las pandillas y de la absoluta falta de oportunidades, no es un crimen, aunque los legisladores republicanos y el gobernador de la Florida así lo quieran presentar. Estados Unidos tiene una maravillosa historia de protección y asilo para los que tienen un “miedo creíble” si se quedan en sus países de origen.
“Dame tu cansado, tu pobre, tus masas acurrucadas anhelando respirar libremente…” dice el poema junto a la estatua de la libertad en Nueva York. La nueva ley migratoria de la Florida dice exactamente lo opuesto: no vengas, regrésate, no me importa lo que te pase.
Tras la pandemia, es cierto, hemos visto un considerable aumento de cruces ilegales hacia Estados Unidos. Pero eso es lo normal; que la gente que huye de la pobreza y la violencia emigre a los países más ricos y seguros. Con un desempleo de apenas 3.4 por ciento, Estados Unidos perfectamente puede integrar a su economía a los recién llegados. Además, este país necesita más mano de obra.
La solución es un sistema que legalice a los más de 11 millones de indocumentados que ya están aquí y que pueda procesar, rápidamente y en orden, a los que llegan por la frontera con México. Pero llevamos esperando una reforma migratoria desde la Ley de Reforma y Control de Inmigración de 1986 y ahora, a punto de comenzar una nueva campaña electoral, no hay ninguna voluntad política en Washington para legalizar a nadie.
Los legisladores de la Florida que votaron a favor de esta brutal e inhumana ley antinmigrante son el mejor ejemplo de cómo no se debe tratar a los extranjeros. Para los que somos inmigrantes, o vienen de familias inmigrantes, la regla es dar a los extranjeros que vienen después de nosotros las mismas oportunidades que tuvimos.
Lo que está mal en la Florida es que, un estado que se ha creado y crecido con el trabajo de los inmigrantes, ahora les da la espalda. Lo más triste es cuando, en tu propia casa, un inmigrante le cierra la puerta al inmigrante que viene detrás. Este no es el mismo lugar que me abrazó a mí y a millones después de mí.