El escenario parece a punto. Y el futuro luce, a sus ojos, envidiable. Contra viento y marea, a unos cuantos meses de abandonar el poder, AMLO ha conseguido tener las piezas justo donde quiere. Salvo un descarrilamiento o un error de último momento -algo que en política jamás puede descartarse-, se nota convencido de que ganará la partida.

Cuenta con el apoyo mayoritario de la población: gracias al alza de los salarios mínimos y los apoyos directos -nada que criticar aquí- ha conseguido una base electoral absolutamente fiel; su discurso en apariencia progresista y sus políticas de derechas, por su parte, han eliminado cualquier resistencia en sus propias filas, han impedido cualquier crítica desde su flanco izquierdo y le han arrebatado su programa a esos conservadores a los que tanto vapulea cada día en las mañaneras. La polarización que él mismo ha exacerbado le servirá, además, para ser el gran protagonista de las próximas elecciones aunque su nombre no aparezca en las boletas. Por si fuera poco, su reciente victoria en el Estado de México le ha conferido un control territorial propio solo de los tiempos del PRI hegemónico.

Los partidos de oposición, por su lado, se mantienen en una alianza que a cada instante revela sus contradicciones: no solo carece de un solo candidato con posibilidades reales de enfrentarse a la poderosa maquinaria de los gobernadores de Morena -que gobierna el 70 por ciento del país-, sino que ha sido incapaz de elaborar la menor propuesta alternativa, sumida en contradecir -así sea con razón- las cotidianas palabras de AMLO.

A estas alturas, resulta ilusorio pensar que su partido no ganará en 2024: por primera vez en la historia -y acaso en el planeta-, México escogerá a su próximo Presidente mediante una encuesta que los sufragios posteriores solo ratificarán. Una democracia en mínimos: sin duda menos costosa, pero ficticia: solo un puñado de votantes, elegidos al azar a partir de criterios demoscópicos, decidirá por millones.

El mayor peligro, en este panorama, sería una ruptura en su propio movimiento, como dejó claro el experimento -y aleccionamiento- de Coahuila. Para conjurarlo, AMLO no esperó ni un segundo para instruir a sus cuatro corcholatas -el término, tan despectivo, funciona a la perfección si se los ve como fichas en un improvisado juego de mesa- y aleccionarlas sobre los movimientos que deberán seguir a partir de ahora. En primer lugar, a partir de la exigencia extrema de Marcelo Ebrard, vendrán las renuncias en cadena. Luego, la negociación en torno a las condiciones de la encuesta -en las que, como siempre, el Presidente tendrá la última palabra-. Y, en último lugar, lo que les permitirá hacer o decir de aquí a que esta se celebre.

AMLO está decidido a fungir no solo como árbitro del proceso, sino como su director de escena. Frente a las tensiones entre Claudia Sheinbaum, su favorita, y Ebrard, el único que podría romper y abandonar el tablero, ha optado por ofrecer un premio de consolación: el liderazgo en el Senado. E incluso para quienes queden más abajo habrá retribución: la Cámara de Diputados o un puesto en el gabinete del ganador (o ganadora). Hay quien cree que esta estrategia es un brillante ejercicio que garantiza la estabilidad de su movimiento y pone a un grupo heterogéneo a trabajar en conjunto.

Por debajo, el plan resulta más perverso: si al cabo las tres corcholatas perdedoras aceptan, será la manera de controlar que su sucesor (o sucesora) no intente lo que todos los que llegan al poder: desembarazarse de su predecesor. La apuesta es alta: AMLO, a quien le encanta la Historia, sabe bien que ni en México ni en otras partes ha funcionado el modelo del maximato: tarde o temprano, quien tiene el poder querrá ejercerlo sin cortapisas. Y, para asegurar su propia legitimidad, deberá alejarse de quien le entregó el puesto. Todo su juego consiste, pues, en posponer lo más posible ese momento: el día en que Claudia Sheinbaum, por ejemplo, se deshaga de esos lastres del pasado y se atreva a ser solo ella misma.

@jvolpi

 

 

 

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