Se ha querido utilizar la obra del historiador Daniel Cosío Villegas para legitimar la idea de la elección popular de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Es un abuso: don Daniel jamás habría avalado semejante despropósito.
La obra específica que se invoca es La Constitución de 1857 y sus críticos. La escribió en el centenario de la Carta liberal, para defenderla de dos eminentes críticos porfiristas (Justo Sierra y Emilio Rabasa) que la consideraban impracticable por varias razones, entre la composición del Poder Judicial, cuyas limitaciones atribuían a la forma en que los jueces eran electos.
Su método fue evocar la prueba de la historia, es decir, ponderar el funcionamiento del Congreso y la Corte en la República Restaurada (1867-1876), breve y único período histórico en que la Constitución de 1857 estuvo vigente antes de “operar en el vacío de las convenciones externas y mentirosas” del porfiriato. Y su conclusión es diáfana: la Constitución funcionó admirablemente.
Hay que recordar que en ese tiempo las elecciones -tanto de presidente como de diputados y ministros de la Corte- eran indirectas. Con respecto a la SCJN, la Constitución estableció que cada ministro duraría en su encargo seis años y su elección sería indirecta en primer grado, “en los términos que dispusiera la ley electoral”.
Esta ley electoral fue la Ley Orgánica Electoral del 12 de febrero de 1857. Sus reglas indicaban que los ciudadanos votarían por electores, quienes, reunidos en una junta electoral de distrito, nombrarían a los individuos que ejercerían cargos de representación y justicia. El procedimiento específico para elegir a los ministros de la Corte comenzaba por la elección de su presidente, que era análoga a la del presidente de la República:
Al día siguiente de nombrados los diputados, cada junta de distrito se volvería a reunir y los electores nombrarían al presidente de la Corte. Este debía reunir la mayoría absoluta de los electores de la República, pues en caso contrario sería elegido por el Congreso.
El resto de los integrantes de la Corte sería electo dentro de los tres días siguientes al nombramiento de los diputados, uno por uno, de la misma manera que el ministro presidente. En caso de que los candidatos no obtuvieran mayoría absoluta, el Congreso los elegiría.
Cosío Villegas no negaba que este método de elección, como había sostenido Rabasa, era inapropiado:
La elección popular es un malísimo sistema para designar a los magistrados de la Corte […] el pueblo puede no resultar el mejor juez para determinar si una persona es tan buen jurista que merezca su exaltación al más alto tribunal de la República. Todo esto es enteramente atinado y, sin embargo, las críticas de Rabasa y sus temores no pueden fundarse en los diez años, de 1867 a 1876, únicos durante los cuales la Constitución se puso a prueba cotidiana, sincera y lealmente.
Su argumento no se dirigía a defender ese método de elección sino a los ministros de aquel tiempo, cuyas prendas políticas y morales trascenderían a la historia. Basta recordar algunos nombres de la primera Corte de la República Restaurada: José María Iglesias, Vicente Riva Palacio, Ezequiel Montes, José María Lafragua, Manuel María de Zamacona, José María del Castillo Velasco. Todos eran “fiera, altanera, soberbia, insensata, irracionalmente independientes”.
Su temple liberal no residía en la forma en que fueron elegidos ni dependía de ella. Era el núcleo de su vida, su raíz y razón, y se manifestaba ante todo en su absoluta independencia del Ejecutivo (Benito Juárez, Lerdo de Tejada), a quien criticaron acerbamente en la prensa y frente al que admitieron innumerables y célebres amparos.
Pero que en esos diez años no se colara a la Corte “un hombre marcadamente estúpido o un ignorante en grado sumo, y ni siquiera un ente puramente político”, no aseguraba que siempre sería así. De hecho, apunta Cosío, en 1884 “la Constitución de 57 falla en la realidad” y se eligió magistrado a Porfirio Díaz, “un ente puramente político y un hombre muy próximo al analfabetismo”. Y es que el país no vivía ya entonces “en el ambiente verdaderamente democrático, de vida política real, que tuvo México de 1867 a 1876”.
No. Cosío Villegas, el mayor pensador liberal del siglo XX, el crítico del poder absoluto, no habría sido comparsa del gobierno actual que busca desvirtuar a la Suprema Corte y de un Congreso que, en la tradición porfiriana, lo acompaña “hasta la ignominia”.
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