Saludar, según mi punto de vista, es una costumbre tan importante como vital. Al saludar, estamos reconociendo que el otro es un ser humano y que, como tal, merece mi respeto y atención. Me gusta mucho el saludo que se realiza en las clases de yoga, cuando juntas tus manos sobre el pecho (como cuando oras) y dices: “namaste”, que es una palabra del sánscrito, que en su significado más sencillo puede interpretarse como “hola”, “adiós” o “gracias”; pero en su sentido más profundo dice: “La divinidad en mí, saluda o reverencia a la divinidad en ti”. ¡Es precioso! ¿No les parece, queridos lectores?
A mí me parece muy lindo, por ejemplo, ir a caminar al Parque Metropolitano y ver cómo toda la gente te da los “buenos días” o las “buenas tardes”. Es una costumbre muy de México y de los países latinos que tendemos a ser más cálidos y cercanos.
Pero también puedo observar que, tristemente, la costumbre y amabilidad de saludar, se ha ido perdiendo, sobre todo entre los jóvenes. Me llama la atención que muchas veces pasan junto a alguien y no lo saludan, pero si ese alguien trae algún perro, entonces sí acarician a la mascota y, entonces, sale hasta la plática. Me enoja, de hecho, ver que en algunas ocasiones, no suceda lo mismo con los niños: si la persona con la que se cruzan en el caminar trae una carriola o algún niño de su mano, no siempre lo saluden y menos aún, saluden los chiquillos… parece que olvidamos que todos fuimos pequeños… y que esos chiquillos son también seres humanos, que crecen y luego ellos tampoco nos harán caso… o te saludarán si así lo hiciste con ellos.
Creo que el saludar a alguien con quien te topas en la calle es directamente proporcional al crecimiento de las ciudades. Entre más grande la ciudad, sus habitantes se van volviendo más indiferentes al prójimo: ni lo saludamos, ni nos fijamos en ellos y, en ocasiones, ¡ni siquiera los ayudamos en caso de necesidad o accidente, ya no digamos, asalto! Cosa que no sucede en las poblaciones pequeñas o rancherías donde toda la gente se conoce y se apoya.
Cuando tenía a mis hijas pequeñas, recuerdo que era como una parte, educación de casa, pero también, en otra, de la escuela. Y era muy interesante ver cómo en algunos institutos donde estudiaron, todos los compañeros saludaban y hasta ayudaban a recoger las cosas de la reunión; y en otros, no solo no lo hacían, sino que al día siguiente que te los encontrabas de frente, ¡ni siquiera saludaban aquellos chiquillos a los que les habías hecho montones de quesadillas! Ahora, me sigue pasando con los hijos de mis sobrinos… hay unos muy bien educados que llegan, saludan, se despiden, ayudan a recoger sus platos y los juguetes que usaron… pero hay otros, ¡que solo te das cuenta que vinieron porque te piden la clave de internet cuando la necesitan!
Entiendo que son tiempos diferentes, pero creo que la educación se inicia desde ahí, desde imponerse a la pena que implica dar la cara y la mano o el puño a una persona que no conoces, pero que te invitó a su casa o que te está haciendo un servicio.
Tratemos, queridos lectores, de saludar, y si es posible, hasta sonreír y ver la gran maravilla de poder reconocer en el otro, la chispa de Dios que también yo poseo.
LALC