Manuel Rivera Cambas, un viajero que concentró su interés en los motivos singulares de las localidades por donde pasaba, visitó Tulancingo por el año 1870. Dentro de su relato sobre la vida y costumbres de aquellos habitantes del Valle de Tulancingo narra que las fiestas más solemnes se hacían el Jueves Santo y el Jueves de Corpus.

Para ello se levantaban chozas en la plaza de armas, en las cuales se expendía agua fresca; había oficios en la catedral y el jueves santo bendiciones de santos oleos. Las calles se llenaban de lucida concurrencia, donde se veían trajes ricos y variados, talles graciosos y elegantes peinados.

Las iglesias se adornaban con aguas de colores, macetas, abundantes flores y la mucha cera que arde en los altares. Las procesiones muy solemnes y los monumentos ricos y bien adornados; la luz, los espejos, la plata, les daba un singular atractivo, causando el entusiasmo de la multitud.

El palenque para las lides de gallos no podía faltar, ya que era costumbre de las poblaciones del antiguo Estado de México; estas fiestas concluían hasta cerca de las diez de la noche, retirándose todo el mundo a sus casas.

Posteriormente, hacía 1939, el licenciado José Lorenzo Cossío y Soto, al escribir sobre la fiesta de Tulancingo, nos cuenta que esta se hacía en honor a San Juan Bautista y desde el amanecer del día 24 de junio todas las personas regalaban flores en el frente de sus casas hasta formar una alfombra de colores, algunas resultaban ser verdaderas obras de arte, con la imagen del santo patrono e incluso las hacían con aserrín pintado de los colores adecuados.

La población presentaba gran animación, porque todas las familias salían a ver las calles cubiertas de colorido, por la gran cantidad de alfombras que se hacían; después se iban a desayunar a las huertas de “las hortalizas”, a los bordes del río, para más tarde concurrir a la misa de solemnidad.

Mas tarde se empezó a celebrar la fiesta en honor de Nuestra Señora de los Ángeles, santa patrona de la diócesis de Tulancingo, ya que el Papa Pío IX, en su decreto pontificio del 6 de abril de 1877 concedió “unas preces” en las cuales se pedía al patronato de la inmaculada Reina de los Ángeles para toda la diócesis, al entonces obispo señor Ormaechea, trasladando su fiesta del día 2 de agosto al 15 del mismo mes.

En sus inicios esta feria consistía en pequeñas festividades como “jamaicas”, organizadas por las principales familias de la localidad, corridas de toros y representaciones teatrales; con el tiempo ya dominaban la fiesta algunos productos artesanales, sobresaliendo entre ellos la alfarería que diera fama a Tulancingo.

Los puestos exhibían trastos para cocina, de barro fino y delgados, greteados con un acabado vítreo, algunos adornados con hojas y flores en alto relieve, jarros de todos tamaños, incluyendo miniaturas que originaron la tradición de regalar uno de estos jarritos a cada familiar o amigo, con su nombre pintado en él. Esta feria de la virgen de los Ángeles ha sido la única que ha sobrevivido, ya que la de San Juan Bautista terminó por perderse totalmente allá por los años cincuenta.

Finalmente se ha integrado a la ya tradicional “feria de los angelitos” otra más, que tuvo sus orígenes en 1963, en virtud de celebrarse el primer centenario de la construcción de la catedral. En ese año se realizó una gran feria organizada por el licenciado Roberto Valdespino Castillo, consistente en una exposición ganadera, industrial, agrícola y comercial que tuvo por escenario el hueco o explanada que existe al píe del cerro del Tezontle.

Esto se debió a las necesidades cambiantes en la economía regional, ya que si analizamos la situación recordaremos que la zona del valle de Tulancingo se caracteriza por tener varios productos de excelente calidad; los agrícolas: maíz, cebada, trigo, garbanzo, haba, maguey, etc.; los textiles: casimires, telas, paños, cobijas, etc.; los ganaderos: leche, crema, mantequilla, quesos y dulces, además la ubicación territorial privilegiada de Tulancingo que lo convierte en un lugar comercial por excelencia.

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