Por Alma Delia Murillo

México atraviesa horas oscuras. Recuerdo cuando marchábamos en septiembre de 2014 contando a coro del 1 al 43 porque nos faltaban los 43 muchachos de Ayotzinapa y me pregunto hasta qué número tendríamos que contar hoy, casi diez años después, ¿cuántos nos faltan ahora? Me da vértigo. Vivimos en la repetición del ciclo del horror: masacre, miedo, tristeza, indignación, likes y rts, resignación, vuelta a empezar y repita cuantas veces sea necesario.

Hasta la capacidad de asombro se agota, nuestro metabolismo moral se ha acelerado de tal manera, que somos capaces de digerir en cuestión de horas las peores atrocidades. El estómago de México es capaz de devorarlo todo, también sapos, tanto, que ahora la risa del Presidente tiene coro. Y defensa.

En su ética del psicoanálisis Lacan analiza la función del Coro en la tragedia griega, ese personaje colectivo está puesto ahí para suplir nuestras emociones, puede sentir dolor y llorar o reírse en lugar de nosotros, los espectadores, que descargarnos de alguna forma la responsabilidad de elegir una reacción emocional ya que el coro lo hará en nuestro lugar, tal como las risas grabadas de los programas de barra de comedia televisiva.

Quiero detenerme en esta reflexión porque pensar en nosotros como espectadores es posiblemente uno de los dispositivos sociales que ha permitido que esta barbarie avance y empeore. Llevamos casi dos décadas con un relato nacional que va de ejecución en ejecución, de matanza en matanza, de fosas clandestinas con miles de restos humanos de un estado a otro… pero siempre hallamos el falso refugio del adoctrinamiento infantilizado de la clase media convencidos de que si nos portamos bien y nos esforzamos bonito seguiremos lejos del dolor, siendo espectadores de este rosario de masacres de personas que en algo andarían y nos convencemos de que los cinco jóvenes de Lagos de Moreno estaban en el lugar equivocado: Jalisco, ¿pero y los de Veracruz, Guanajuato, Sonora, Michoacán, Ecatepec, Tamaulipas, Sinaloa, Colima, Guerrero, Nuevo León?… ¿entonces el lugar equivocado es México?

¿Qué hacían Diego, Jaime, Dante, Uriel y Roberto en Lagos de Moreno? ¿Vivir? ¿Será esa una respuesta satisfactoria para el medidor moral de la causa y efecto? ¿Qué hacían Adriana, Olivia, Marisela Saucedo y Beatriz Hernández en Encarnación de Díaz? ¿Vivir?

¿Qué hacían los gobiernos de Calderón y de Peña Nieto cuando no dimensionaron a dónde nos llevarían sus decisiones? ¿Qué hace el gobierno de Andrés Manuel? ¿Qué hacen las fiscalías? Qué cuentas rinde un aparato de Estado en un país que llegó a más de 2,700 fosas clandestinas… quizá el Ejecutivo querría que lo dejáramos en 200, del lado de la oreja que oye menos y que, como en una metaficción, ahora relata que de veras no escuchó. Pero no vamos a regatear la sordera ni la risa, suficiente tenemos con regatear muertos.

Estamos frente a un corporativo de muerte que se ha fortalecido con la “estrategia” de militarización que en este sexenio ha terminado de empoderarse en pleno, un pacto que parece que nadie está dispuesto a romper y que sólo se traduce en más hombres armados en las calles, en las carreteras, en los pueblos, en la vida pública.

Cada semana vemos jóvenes -no exagero si les llamo niños- degollados, cercenados, empacados en refrigeradores industriales; mujeres secuestradas, esclavizadas sexualmente, víctimas de feminicidios atroces. Una generación se quedó ya no digamos sin futuro, sino sin presente.

Y es difícil vislumbrar el momento en que esto pare, serán quizá las madres buscadoras las que detengan esta masacre como hicieron aquellas mujeres de Liberia el día que no tuvieron más hijos para darle a la guerra, porque ya se los habían quitado todos.
Por lo menos hasta ahora, han sido sólo ellas las que se han atrevido a pedirle directamente a los cárteles un cese a la violencia en México.

Así que, puestos a elegir entre el coro de la risa y el llanto, yo elijo el llanto. Que al menos será señal de que seguimos sintiendo, que no nos rendimos ante la indolencia, que no nos volvimos sordos a la brutalidad, como esos versos de León Felipe que aseguran que no ha muerto el hombre porque aún existe el llanto, y que toda la luz de la tierra la verá un día el hombre por la ventana de una lágrima.

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