Un día no lejano, cuando nos abramos a la sensatez y a la concordia, los mexicanos terminaremos por comprender que nuestro país no ha sido solo, ni principalmente, el escenario histórico de guerras, revueltas, rebeliones y revoluciones que nos dividen y matan, sino el edificio centenario de una construcción de valores de toda índole (vitales, éticos, estéticos, intelectuales, religiosos, incluso políticos), que nos unen y sostienen. Cuando llegue ese día -y siempre llegan los días por los que se trabaja con ahínco y fe- el nombre de Eugenio Garza Sada estará grabado en letras de oro en el único recinto que de verdad cuenta: la memoria de ese hogar común que es, que todavía es, México.
Porque a los dieciocho años vio prender el incendio de la Revolución mexicana, entendió que a su fuerza incontenible y primigenia solo cabía responder, llegado el momento, con obra. Así, bíblicamente, con obras, y no buenas razones. Ladrillo a ladrillo, sobre la tierra arrasada. Eso sintió seguramente al regresar a México, acabado de graduarse en el MIT, dispuesto a reconstruir junto con don Isaac, su padre, y su hermano Roberto, la Cervecería Cuauhtémoc. Porque la reconstrucción, como un empeño de vida, es práctica y tangible, comenzó por su empresa. Y, sorteando la crisis de 1929, trazó su crecimiento conforme a cinco estrategias claras: sustitución de insumos externos; promoción de ideas de innovación tecnológica; autosuficiencia energética regional; uso de nuevos instrumentos de financiamiento (emisión de obligaciones); diversificación de nuevas plantas (cajas, etiquetas, tapones, malta, empaque, vidrio, acero).
Esa construcción tenía que tener un sentido, que no podía ser solo económico. “El lucro -decía- no es renta para satisfacciones egoístas sino instrumento de reinversión para el progreso económico y social”. Desde los años veinte, decenas de miles de empleados de la Cervecería Cuauhtémoc y las empresas que dirigiría con su hermano Roberto contaban con servicios médicos, educativos, legales, recreativos, de guardería, despensa y vivienda. A esa vocación humana integral corresponden los programas de capacitación que estableció para trabajadores, las becas para sus hijos, el financiamiento de hospicios, la instalación de la Cruz Roja, la creación del cuerpo de bomberos, los Sultanes de Monterrey y el Salón de la Fama del Beisbol.
La empresa era el núcleo, no el universo. Más allá de la empresa, don Eugenio proyectó su visión y su misión a los círculos concéntricos de Monterrey, Nuevo León, México. No tres entidades políticas sino tres conjuntos sociales. ¿Qué requerían para mejorar su vida? Su estancia en Estados Unidos le había hecho tomar conciencia de que la vía más eficaz para lograr la industrialización y el desarrollo de un país es la educación entendida no solo como la prédica del maestro en el aula sino como la conexión viva entre investigación y ciencia, entre ciencia y tecnología, y entre ambas y las humanidades. Ese fue el sentido del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, la universidad privada más reconocida de México en el mundo.
No faltó, en su vida ejemplar, la construcción ciudadana. En los años treinta enfrentó con valor y éxito las iniciativas centralistas de la CTM en Nuevo León. En los setenta, vio las pretensiones autoritarias de Estado y buscó consolidar una presencia en la comunicación nacional para defender la libertad. Alevosamente, el presidente populista de entonces -el mismo que fustigaba a los empresarios mientras amasaba fortunas, y masacraba estudiantes mientras predicaba el socialismo- bloqueó su entrada a la prensa.
He leído los preceptos que predicaba don Eugenio, más con el ejemplo que con la palabra. Frases sencillas, de moral más cristiana que estoica y más estoica que espartana. En el Centro que lleva su nombre y que está dedicado a promover activamente los valores en los que fincó su vida, el visitante palpa esos valores en la habitación franciscana donde dormía: en la estrecha cama, con el crucifijo en la pared, en la vigilia y el sueño, un hombre busca crear una obra de beneficio colectivo.
Hoy, en el cincuenta aniversario de su asesinato, no mancharé esta página con lo que la escritura del odio ha asentado en tinta infame. Sus familiares, sus empleados, los maestros, alumnos y exalumnos del TEC, los regiomontanos, los neoleoneses, los mexicanos de buena fe, lo recuerdan como un constructor. Así será recordado dentro de cincuenta años.
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Gsz