XXIV domingo del tiempo ordinario
“Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús respondió: no siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt. 18, 21-22). ¡Vaya sorpresa la que le da el Señor Jesús a Pedro! No basta perdonar siete veces. Él vino a renovar todo y esto no es posible si no se renuevan los corazones. Y el perdón es lo único que sana un corazón desde lo más profundo, es lo único que puede crear una situación absolutamente nueva.
A la Iglesia, fundada sobre la cabeza visible de Pedro, (Cfr. Mt. 16, 18-19), Jesús le ha marcado un camino: el de la Cruz (Cfr. Mt. 16, 21- 26). Pero la Cruz no es sólo la sede del amor divino y el lugar del reencuentro del hombre con Dios, sino que también es el camino del reencuentro del hombre con el hombre. De ahí que Jesús vaya explicando las exigencias y las bondades que nacen de ella. Ese camino implica la corrección fraterna: “Si tu hermano comete un pecado ve y amonéstalo a solas. Si te escucha habrás salvado a tu hermano” (Mt. 18, 15). En ese sentido, la Cruz nos lleva a asumir un nivel de responsabilidad respecto a la salvación de nuestros hermanos.
Pero, de modo especial, la Cruz nos llama a asumir la misericordia como estilo de vida, una misericordia al grado del perdón. Por eso, ante la pregunta de Pedro: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús respondió: no siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt. 18, 21-22). Desde la Cruz, la misericordia que conduce al perdón se ha convertido en la viga maestra que sostiene y renueva la vida de la Iglesia (Cfr. Francisco, M. V. 10).
Por desgracia, el perdón no es un valor promovido por la cultura actual. Señala el Papa Francisco: “Es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más” (V. M. 10).
El perdón no es algo promovido, pero sí una necesidad urgente. Sin el perdón, la vida se vuelve infecunda y estéril (Francisco). Además, hoy la violencia y otras situaciones están dejando heridas muy profundas, pero si ese corazón lastimado no sana, se seguirá lastimando más y más, pues como dice el libro del Sirácide: “Cosas abominables son el rencor y la cólera” (27, 31); queman desde dentro.
Perdonar es algo complicado y más cuando lo dimensionamos a partir de la ofensa, pero hay sustentos extraordinarios que el mismo evangelio nos presenta y sin los cuales es imposible: uno, la gratuidad del mismo don de Dios, Él nos lo ha dado todo y nos ha perdonado todo. Dos, la dignidad y grandeza mismas del ser humano, que nos viene por ser imagen y semejanza de Dios. Nunca nos parecemos tanto a Él, decía san Juan Crisóstomo, como cuando somos misericordiosos. El perdón no expresa una debilidad, sino una grandeza, la más profunda de las capacidades. Y tercero, si no perdono no vivo, solo sobrevivo. Con el perdón, la culpa y/o la ofensa no es destruida en sus efectos. Pero sí es transformada mediante la novedad del don que abre nuevos espacios de libertad.
Es bueno recordar que la transformación de la culpa no depende sólo del perdón del ofendido, sino también de la aceptación y, por tanto, requiere un ejercicio nuevo de la libertad de parte del culpable. Cristo murió por todos, pero no todos logramos hacer nuestra esa oportunidad de vida.
El perdón, dice el profesor Antonio Malo, es la introducción de la eternidad en el tiempo, cuya manifestación más elevada es la regeneración de las personas. Sin perdón, la culpa o la ofensa tiene la última palabra y eso marcará los procesos físicos y psíquicos de la persona. Mientras que el perdón es aceptar el camino y la asistencia de Dios que renueva nuestra libertad. Por eso, setenta veces siete.
¡Señor, por la Cruz me has perdonado, por ella dame también la fuerza para perdonar, pues quiero vivir!