No son los privilegios. Es la autonomía. Lo que irrita al presidente es la osadía de un poder que no se ha plegado a sus antojos. No había afilado la tijera el presidente cuando tenía al frente del poder judicial a un hombre que actuaba como subordinado. Cuando el presidente de la Corte se presentaba como secretario de justicia, las relaciones entre los poderes eran tensas, pero el régimen no utilizaba la navaja para despojar a los jueces de los instrumentos que les permiten desarrollar su trabajo. La eliminación de los fideicomisos no es austeridad: es bravata. No se trata de cuidar los recursos públicos. Se trata de ejercer el poder para someterlo todo al capricho de un hombre. Se trata de emprender una campaña para debilitar a un poder de la república y facilitar el terreno para el golpe mortal.
Desde el primer día de la administración, los jueces han vivido bajo acoso. La tribuna del Ejecutivo se ha usado para intimidar a los jueces independientes y para halagar a quienes colaboran con el régimen. Los que absorben el discurso del régimen y trabajan como asesores del presidente son felicitados porque se “portan muy bien.” Pero aquellos que han dictado sentencia contra los proyectos del gobierno reciben de inmediato el ataque directo del presidente y sus voceros. Sus nombres y sus fotografías se despliegan en las pantallas del Palacio como si fueran carteles en el pueblo con la fotografía del criminal más buscado.
Un ataque que viene de ahí no es asunto trivial. Es una intimidación que altera el equilibrio de los poderes. El desacuerdo entre jueces y gobernantes no solamente es natural, es necesario para la vigencia de una democracia constitucional. Pero el presidente no expresa desacuerdos ni desarrolla los argumentos que expone su administración ante los tribunales. El presidente descalifica moralmente a los árbitros que suspenden una decisión administrativa, que defienden a un particular, que exigen el respeto a los procesos deliberativos. El juez que discrepa del presidente es un pillo entregado a la corrupción.
El acoso que hemos visto estos años tiene dos dimensiones. Por una parte, exhibe a los jueces insolentes convocando al linchamiento público. Se les presenta con nombre y apellido, se presentan sus fotografías y se describe su trabajo como un crimen contra la patria. Por la otra, descalifica en grueso el trabajo del poder judicial para carcomer su legitimidad. La agresión presidencial no se reduce a un grupo concreto de jueces, ni se limita a su pleito con la Suprema Corte de Justicia. La ofensiva se dirige a todo el poder judicial, cuya lógica escapa del maniqueísmo de su universo. El presidente no acepta que la voz de los jueces debe ser distinta de la voz de los representantes populares, que los ritmos de los tribunales no son las prisas de la administración, que el compromiso de un ministro es con la Constitución, ese espacio templado de la voluntad nacional y no con el vaivén de las mayorías o la resolución de un gobierno. El blanco del ataque no son los fideicomisos, no es tampoco la Suprema Corte de Justicia. El ataque se dirige al poder judicial autónomo.
El embate retórico es cada vez más rudo. El presidente se burla de los trabajadores judiciales que se manifiestan para defender sus derechos. Los ha llamado ridículos. Para el presidente, el poder judicial no ha hecho nada a favor del pueblo. Bajo el infantilismo de su discurso todo lo que han hecho los jueces es proteger a los privilegiados y lastimar a los débiles. ¿Qué ha hecho la Suprema Corte de Justicia en favor de la gente?, pregunta frecuentemente el presidente. Nada, responde enfáticamente. Por eso bromea que, si desaparecieran todos los jueces, el país estaría mejor.
Se prepara la batalla definitiva. El oficialismo ha puesto en la mira al poder judicial. Busca someterlo al principio de representación, destruyendo con ello el cimiento de su autonomía constitucional. El acoso al poder judicial fue, en un principio, el intento de intimidar a los jueces independientes para que ajustaran sus criterios del caudillo. Ahora el propósito es otro: destruir la base de la independencia judicial para hacer de los jueces, diputados.
Gsz