Se puede decir que hay dos visiones sobre cómo enfrentar el problema de la corrupción. La primera considera que los seres humanos buscan, en general, su propio interés. Esta idea se fundamenta en una famosa frase de James Madison en el Federalista número 51: “si los hombres fueran ángeles, no habría necesidad de gobiernos”.
La medida que propuso Madison y sus coautores fue la de promover instituciones en las que la ambición de alguien o de un grupo pudiera contrarrestar la ambición de otra persona u otro grupo. Esta visión puede caracterizarse como realista porque parte de concebir al ser humano tal cual es y no como debería ser. Es el fundamento de la democracia liberal, la separación de poderes y el republicanismo.
La otra visión es la que propone cambiar la esencia del ser humano para que se acople a un ideal preestablecido. No parte de entender a las personas como realmente son sino como deberían ser. El problema es que cuando esta visión se ha intentado poner en acción lo que se ha producido son sociedades totalitarias y tiránicas, como en la ex-Unión Soviética y sus satélites.
La gran lección que hemos aprendido es que la prudencia política aconseja seguir la visión de Madison.
A lo largo de la historia del México posrevolucionario la corrupción prosperó porque las instituciones en las que la ambición debería contrarrestar la ambición fallaron. Nunca se pudo consolidar un verdadero sistema de pesos y contrapesos ni un sistema de fiscalización del actuar gubernamental. Esto comenzó a cambiar durante el periodo de la transición a la democracia.
Ante los escándalos de corrupción del gobierno de Peña Nieto, la sociedad civil presionó para que su administración implementara medidas para detener la corrupción. Es importante señalar que en ese momento ocurrió un gran debate. Por un lado, se encontraban quienes proponían la instauración de una especie de zar anticorrupción y, por el otro, estaban quienes abogaban por un sistema nacional contra la corrupción con características institucionales y autónomas. Esta última opción fue apoyada por sectores importantes de la sociedad civil y afortunadamente se impuso a la otra propuesta. Cuando el PRI en el Congreso le quiso quitar dientes al sistema anticorrupción, grupos de empresarios salieron a manifestarse para evitar que esto ocurriera. Fue así como se instauró un llamado Sistema Nacional Anticorrupción que también se debería replicar a nivel de los Estados. Se trata de un episodio de la vida nacional que necesita ser más conocido.
Ahora bien, el arribo de López Obrador al poder en 2018 trajo consigo el intento retórico y, en última instancia, demagógico, para combatir la corrupción, a partir de la idea de que si el Presidente ponía el ejemplo de comportamiento intachable, los demás funcionarios públicos y políticos comenzarían a comportarse, de la noche a la mañana, también de manera intachable. Pero, como era de esperarse, ni el Presidente se comportó de manera intachable ni sus funcionarios.
Que la corrupción ha aumentado de manera importante en este sexenio lo atestigua tanto la opinión pública mexicana como las mediciones que hacen diversas instituciones internacionales como el Banco Mundial o Transparencia Internacional.
La solución demagógica obradorista implicó desactivar, en los hechos, el Sistema Nacional Anticorrupción, que se basaba en la visión madisoniana. Y lo ha hecho, fiel a su estilo, mediante medidas como quitarle recursos e impedir nombramientos para su operación. Esto se ha replicado también en varios Estados con gobiernos obradoristas.
La propuesta del Presidente y su grupo es irracional y autoritaria, pues se basa en la idea de que los ciudadanos debemos confiar ciegamente en la buena fe de los gobiernos. La experiencia de siglos nos dice que esto nunca ha funcionado. Por eso, en lo que se refiere al combate a la corrupción, debemos regresar a la visión madisoniana.
Gsz