Me dices y te concedo toda la razón, que no hable de las personas nefastas que ha habido en nuestras vidas, que deje de decir que tienen la sangre agria y el corazón enjuto, me aseguras que me daño al hacerlo, yo te digo que no las nombrare de ahora en adelante. Hablando de estas cosas me he puesto a reflexionar sobre las cosas molestas que nos acompañan en nuestro diario vivir, que no elegimos tener y sin embargo conviven con nosotros, y es tal su cantidad que enumerarlas todas, resultaría imposible.

Sólo para ejemplificar diré algunas: Las corrientes de aire, las bisagras ruidosas, las goteras y  telarañas de los rincones, ni qué decir de los mosquitos que te zumban en los oídos escudados en la negrura. Las inclemencias del tiempo y contrariedades cotidianas, el moho de la regadera y, sí… estos seres innombrables (conste que estoy omitiendo sus nombres). Me remonto al inicio, aparecieron sin invitación incrustados en nuestra roca familiar como los percebes, impuestos, como esos paquetes armados del supermercado y no pudimos separarlos, bueno no en ese momento. 

Sin embargo, tratamos en la medida de lo posible de adaptarnos a la convivencia, creíamos con ingenuidad en el género humano, teníamos buenas intenciones. Comenzamos a dudarlo cuando comenzamos a tragar bilis para mantener la unión, aunque no recuerdo que ellos hicieran el intento de moderar sus actitudes ni refrenar sus lenguas bífidas. Extendían sus tentáculos hasta la cocina de nuestras vidas, ganaban terreno.  Mentirosos y aprovechados, presumían venenosos en el campo fértil de nuestra candidez. Nosotros, cautos retrocedíamos amordazados  de sorpresa, mostrando una extraordinaria resistencia y tolerancia a la frustración, hasta que fue imposible continuar en su cercanía, hasta que dijimos ¡Basta!    

Marcamos límites, levantamos, bardas altas, cercas electrificadas, giramos orden de alejamiento y restricción. Nos reprochamos haberlo hecho fuera de tiempo, pero sobrevivimos. Si los vemos de lejos, apuramos el paso, rápido, rápido. Porque si de algo estamos convencidos es de lo certero e inamovible de nuestra decisión que nos permite conservar la vida, la dignidad y la cordura.  

Es lógico que se existan resabios como esa tos necia que precede al resfriado, pese a las secuelas, yo aseguro que vamos sanando, que las emociones se desgastan escribiéndolas, poniéndolas en palabras. Una vez libres, son palomas sin freno que siguen  el impulso del viento, dan piruetas, giran, descansan tranquilas en una rama. Igualmente nosotros, nos sentimos liberados  sin la amenaza de su presencia. Sé que no es mía la exclusividad de los innombrables, en cada familia hay uno o varios especímenes particulares y a la par de letales que el ébola. No suelen aparecer pronto en las conversaciones, se encuentran tras puertas cerradas, los omitimos para no terminar envenenados de bilis, el interlocutor y yo. Tal vez con un poco más de confianza se mencionarían, porque de que los hay, los hay, seguro. 

Concediendo algún beneficio a los innombrables, diré que aprendí de ellos a nunca imitar sus actitudes y artimañas despreciables, ejemplifican lo banal y egoísta que un ser humano puede llegar a ser. Una vez dicho todo lo anterior y con la seguridad de una sana distancia, me doy cuenta que viéndolos lejos de mí, su letalidad disminuye, que puedo observarlos como a una serpiente en una pecera, o a un tiburón lanzando dentelladas en la televisión. Estoy a salvo. En adelante, ya no exhibiré sus corazones putrefactos ni su fatuidad barata, ésta es la última vez. Jurado. 
 

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