Tercer domingo de Adviento
“Hermanos, vivan siempre alegres, oren sin cesar, den gracias en toda ocasión…” (1 Tes 5, 16). San Pablo nos recuerda que la alegría, la oración y la gratitud son principios que no pueden faltar en la vida del creyente. Son principios que, además, nos alejan de los riesgos del mundo actual, el cual, “con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, provoca una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (Francisco, E.G. 1.2).

El mundo, bajo la propuesta materialista, una de dos: nos amargamos, por no alcanzar las propuestas de la mercadotecnia, o nos hace afanarnos, enfermizamente, en la seducción del consumismo, que sólo genera corazones vacíos. Bajo esa lógica, más del sesenta por ciento de los pobladores de este universo estaríamos condenados a vivir tristes, amargados.

Además, bajo tal lógica no cabe el prójimo en la grandeza de su dignidad ni, mucho menos, cabe Dios como principio y plenitud de vida. El desenfreno materialista y el ansías de poder, han fragmentado el mundo.

No olvidemos, el mundo necesita certezas que le den solidez. Esas certezas las anuncian hoy tanto el profeta Isaías, como Juan, el Bautista. “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos, la libertad a los prisioneros, y a pregonar el año de gracia del Señor” (Is. 61, 1-2). Son las certezas que tienen cumplimiento en Cristo.

Jesús, efectivamente, fue enviado a los pobres, se acercó a ellos, les hizo ver que, aunque injustamente vivan muchas ingratitudes, Dios no se olvida de ellos. Más aún, para Jesús, ellos son los predilectos, así lo demostró con hechos y palabras. Pero Él viene también para atender a los de corazón quebrantado, triste, confundido. Y es ahí, precisamente, donde el ser humano más necesita experimentar la presencia de Dios.

Jesús vino, también, para proclamar el perdón a los cautivos y la libertad a los prisioneros. Por lo tanto, ya no hay motivo para seguir arrastrando esclavitudes que lastiman el interior del ser humano. Y si la esclavitud más grande es la del pecado, Cristo nos la ha dispensado, por eso, aceptó la muerte en Cruz. Pero, sobre todo, el profeta anuncia el tiempo de la gracia. Y Cristo es, precisamente, la inauguración de ese tiempo de gracia, es decir, el tiempo del reencuentro con Dios y el reencuentro con los demás.

Este tiempo aún no termina. Por eso, la Iglesia en el santo tiempo del Adviento, nos recuerda que Dios sigue tocando a nuestra puerta, en la espera de que podamos abrirle. La oportunidad sigue vigente y bien podemos darle un sí definitivo a partir de esta Navidad. Sigue vigente el año de gracia, porque el Señor nos sigue ofreciendo los motivos, las certezas más altas para vivir. Quiere ayudarnos a mantener la esperanza, a pesar de las circunstancias difíciles que puedan presentarse en la vida, como las que estamos viviendo.

El Bautista, por su parte, nos indica que lo anunciado ya está presente. Él es testigo de quien es toda luz. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz (cfr. Jn. 1, 7.8).  

Ante nuestro panorama tan adverso, no tengamos miedo a confiar en Dios y, sobre todo, no tengamos miedo a vivir bajo las certezas que Él nos ofrece. Al darnos la oportunidad de hacer la vida bajo su presencia y bajo los principios que Él nos ofrece, podemos decir: sí habrá Navidad. Las alegrías del mundo no siempre son malas, pero sí pasajeras. La alegría que nace por la presencia de Dios es profunda y capaz de superar las más grandes pruebas.

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