Por Erika Rosete, de El País, para AM Guanajuato
José Agustín Ramírez (Guadalajara, Jalisco, 1944) murió el martes a la edad de 79 años a causa de un largo padecimiento por diversas afecciones en su salud, confirmó uno de sus hijos, Andrés Ramírez, al diario La Jornada.
La muerte del escritor tuvo lugar en su casa de Cuautla, en el Estado de Morelos, a unos 80 kilómetros de Ciudad de México, a donde se trasladó con su familia hace más de 40 años y en donde permanecía en cama rodeado de sus seres queridos. Su literatura, que comenzó a publicar desde los 16 años, marcó en México un parteaguas que rompió con el canon literario de la época y que irrumpió con fuerza gracias al lenguaje coloquial, tradicional y desenfadado que dio identidad y lugar a miles de jóvenes mexicanos que por primera vez veían en la literatura nacional un espacio en el que se sentían representados. Su obra, que confluye con la cultura popular de la época, sonorizada por el rock y los autores que más le influenciaban, fue catalogada como parte de lo que luego él mismo trató de definir como la contracultura mexicana.
Ha muerto uno de los autores más representativos de México. Uno de los últimos grandes de la literatura nacional del siglo XX, cuyos libros se pueden encontrar casi en todas las librerías de cualquier tipo en el país. José Agustín encarnó en vida y obra la naturalidad y la rebeldía de lo que significaba ser joven en la década de los sesenta y setenta en el país. En una época en la que los valores tradicionales heredados por la Revolución Mexicana todavía permeaban sobre los cielos de la moral nacional, él le dio vida a personajes que se cuestionaban su lugar en el mundo, y que lo hacían con las mismas palabras con las que los jóvenes se enfrentaban día a día a una sociedad y a un mundo que se transformaba vertiginosamente.
Su obra ha sido, sin duda, una de las mejores representaciones de lo que hoy se conoce como novela juvenil, hecha por y para los jóvenes de su época, narrada en sus formas y sus matices y con la sinceridad y la naturalidad suficiente para encajar y trascender. “Había un choque franco en el ámbito familiar, porque el ámbito familiar era muy represivo y autoritario”, ha dicho el autor para un documental sobre su vida en Canal Once.
El escritor, que nació en 1944 en Jalisco, nunca se reconoció como jalisciense. Poco después de su nacimiento, su familia y él se trasladaron hacia el Estado de Guerrero, y se instalaron en Acapulco. “Soy orgullosamente guerrerense y orgullosamente acapulqueño”, decía. La mayoría de sus lectores se identificaron con la forma en la que retrató al país en un momento en el que cualquier atisbo de diferencia era tachado de rebeldía y de depravación, para muestra el legendario titular en un periódico local sobre el llamado Woodstock mexicano, el festival de rock de Avándaro en 1971: El infierno en Avándaro: encueramiento, mariguaniza, degenere sexual, mugre, pelos, sangre, muerte.— Algunos otros aplaudieron que al fin un autor se atreviera a narrar con cínica y aventurada naturalidad las cosas que les pasaban a todos a cierta edad, cuando el mundo es una constante promesa de placeres y de aventuras. Un infinito de posibilidades. Otros lo condenaron y etiquetaron su literatura que no encajaba con la academia, la formalidad y la seriedad de aquella idea vetusta sobre lo que era ser un escritor. Un escritor serio, “un buen escritor”.
Bajo la tutela del escritor y editor jalisciense Juan José Arreola, publicó la novela La tumba (1964), que terminó de escribir cuando tenía 16 años —y se publicó un par de años más tarde— y que marcó el inicio de una vasta lista con títulos como, De perfil (1966), Inventando que sueño, (1968), Se está haciendo tarde (1973), El rey se acerca a su templo (1977), Ciudades desiertas (1982), Cerca del fuego (1987), Dos horas de sol (1994), Vida con mi viuda (2004), entre muchas otras. También escribió obras de teatro, ensayos, cuentos, guiones para cine, trabajos periodísticos y también escribió su autobiografía titulada El rock de la cárcel: “Es ésta la memoria de un hombre que se levanta en mitad de un mundo que hacía agua por todas partes, dispuesto a buscarse entre sus reflejos”, dice la descripción de la obra de la editorial Penguin Random House.
“Fue la alegría en la literatura, el ingenio, la nueva forma de escribir, abrió una puerta, entró aire nuevo”, ha descrito en una entrevista la escritora mexicana Elena Poniatowska, en 2014, sobre Agustín, el autor que dicho por la escritora mexicana Margo Glantz, encabezó una corriente literaria a la que ella misma nombró como La onda. Sobre aquello, el autor ha dicho: “De ese término yo no soy responsable, Margo Glantz fue la que le puso así. Es una minimización de lo que era la idea de esa literatura. Si las normas no respondían a lo que ellos querían, entonces no servían”, dice en una entrevista para Canal 22, a la periodista y presentadora Silvia Lemus. Agustín se negó a pertenecer a “una corriente literaria” que buscara agrupar las inquietudes, decía, que autores como él y los mexicanos René Avilés Fabila, Gustavo Sáinz y Parménides García Saldaña, comenzaron a expresar y que salía totalmente de los moldes de las palabras formales y el vocabulario académico que imperaba en la época.
“De ese término (literatura de la onda) yo no soy responsable, Margo Glantz fue la que le puso así. Es una minimización de lo que era la idea de esa literatura. Si las normas no respondían a lo que ellos querían, entonces no servían”.
En 2009 José Agustín se accidentó durante una firma de libros en el Teatro de la Ciudad de Puebla. La caída, de unos dos metros de altura, le causó severas fracturas en cráneo y costillas y lo mantuvo más de 20 días en terapia intensiva. Desde entonces había permanecido alejado del ojo público, hasta el pasado mes de abril, cuando reapareció en público en la presentación de la reedición de su obra.
La noche del pasado martes, 2 de enero, uno de sus hijos, hizo pública la despedida de su padre ante un sacerdote “amigo, católico, zapatista, teólogo de la liberación” que le dio la extremaunción mientras yacía en su cama, en su casa en el Estado de Morelos, rodeado de su esposa y de sus otros hijos. “Con esto ya mi trabajo aquí se va terminando”, ha dicho Agustín, según relató su primogénito. La publicación fue borrada unas horas más tarde, mientras confirmaba que, aunque delicado, su padre continuaba con vida. Con él, se va uno de los últimos grandes de aquella generación inmolada en la rebeldía, el rock, las drogas y aquel mantra constante que creían una certeza de que el mundo podía cambiarse y de que no había nada imposible.
En una semblanza sobre su padre, en la revista Proceso en 2021, su hijo Agustín Ramírez Bermúdez, en un tono muy parecido al que escribía su progenitor, decía: “..cambió las reglas en la forma de escribir en este país, las liberó de sus limitaciones arcaicas. Prevaleció sobre sus detractores y adversarios ponzoñosos, mientras los libros de José Agustín gozan de cabal salud y autoridad, y se siguen leyendo, gracias al gusto genuino del público conocedor, a la apreciación intrépida y decidida de los lectores de buen diente”.
RSV