El gobierno busca destruir el orden republicano que nos constituye como nación. La ciudadanía no lo permitirá.

Para el ministro Alberto Pérez Dayán.

Como para subrayar que a él “no le vengan con que la ley es la ley”, a sabiendas de que mañana 5 de febrero los mexicanos conmemoramos la promulgación de las dos constituciones que vertebran nuestra historia democrática (la de 1857 y la de 1917), el presidente ha organizado una ceremonia paralela. Habrá pues dos actos: uno en Querétaro y otro en Palacio Nacional.

En el primero, el Poder Legislativo (lo que queda de él) y el Poder Judicial (que resiste heroicamente) celebrarán las Cartas que dan fundamento a nuestras libertades políticas (amenazadas, burladas, hostigadas día tras día por el Ejecutivo) y a la división de poderes (que, gallardamente, resiste el mismo acoso). En el segundo, el presidente anunciará -entre varias otras iniciativas atentatorias de la democracia, como la desaparición de los órganos autónomos- un proyecto de Reforma Judicial que, al parecer, incluye la expulsión de los actuales ministros de la Suprema Corte, la reducción numérica del pleno, la reducción temporal de los cargos y el voto popular para la elección de ministros. El primero será un acto republicano; el segundo, un despliegue de despotismo.

La división de poderes es el fundamento de toda nuestra tradición republicana. Así lo comprobó el joven Justo Sierra, que habiendo aplaudido en 1876 el ascenso del caudillo Porfirio Díaz entendió muy pronto la necesidad de introducir la inamovilidad de los ministros como una “condición suprema de estabilidad para las instituciones [.] porque aleja de las influencias malsanas de la política […] a hombres encargados de hacer servir a la ley fundamental” (La Libertad, 3 de noviembre de 1879).

Pasaron los años y se consolidó la dictadura. Supuestamente, el pueblo elegía a los ministros, pero el gran elector era el dictador. En 1892, una Unión Liberal en la que participaba Sierra insistió en la receta, para evitar que México fuese una “monarquía con ropajes republicanos”:

Cuando en un país, aunque se halle constituido por la forma republicana, no existe la justicia independiente […] entonces no hay propiamente instituciones, la República se llama despotismo (Justo Sierra, Discurso en la Cámara de Diputados, 11 de diciembre de 1893).

La Cámara de Diputados aprobó la inamovilidad de los ministros por dos tercios de los votos. No obstante, “el proyecto se ahogó en los archivos del Senado”. Aunque en un principio Porfirio Díaz no se oponía a la medida, se persuadió de que una Corte inamovible era un poder autónomo, y resolvió que “dentro de la dictadura no caben dos poderes” (Charles Hale, Emilio Rabasa y la supervivencia del liberalismo porfiriano, 2011).

En 1912, durante el gobierno de Francisco I. Madero, el jurista y escritor chiapaneco Emilio Rabasa sacó a la luz un libro de influencia permanente: La Constitución y la dictadura. Partidario de la inamovilidad, Rabasa argumentaba contra la elección popular de los ministros:

Si los partidos luchan en la elección de magistrados, éstos tendrán siempre carácter y compromisos políticos incompatibles con la serenidad y la neutralidad requeridas en sus funciones. […] Cualquiera intervención política de un tribunal rebaja y corrompe la dignidad de la institución y la hace inepta para cumplir su única pero alta función legítima.

En 1957 Cosío Villegas explicó que ni la inamovilidad, ni el sueldo, ni la elección popular (“malísimo sistema para designar a los magistrados de la Corte”) aseguran la independencia. La única garantía era el respeto a la ley y el amor a la libertad de los ministros, que debían ser “fiera, altanera, soberbia, insensatamente independientes”.

La Constitución otorga a los jueces una permanencia suficiente para cumplir su encomienda y permitir el ingreso de nuevas generaciones. El número de ministros y la división en salas disminuye la posibilidad de injerencia política. Y la Constitución confía en que el Ejecutivo y el Senado (electos popularmente) sabrán nombrar personas capaces, con vocación jurídica y actitud independiente.

No ha sido el caso en este gobierno ni en esta legislatura. Menos aún lo sería en el futuro. La elección popular se traduciría en la elección personal del presidente, que optaría -como ha ocurrido en este sexenio- por nombrar ministros fiera, altanera, soberbia, insensatamente… serviles.

La supervivencia de la República depende de la independencia del Poder Judicial. El despotismo busca anularla. La ciudadanía no lo permitirá.

www.enriquekrauze.com.mx

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *