Xóchitl Gálvez estuvo en España. Un largo viaje desde México justo en el periodo previo al inicio de las campañas oficiales. Tras el turbulento periodo diplomático -más la pausa añadida- experimentado entre los dos países a partir de la carta que el presidente López Obrador le envió al rey Felipe VI para exigirle una disculpa por la Conquista, lucía como una magnífica oportunidad para aliviar la tensión. Al mismo tiempo, tendría ocasión de entablar una relación cercana con las distintas fuerzas políticas españolas -ella es tanto abanderada del PAN, que posee añejos lazos con el Partido Popular, como del PRD, cuyos principios, al menos en teoría, coinciden con los del Partido Socialista– y encontrarse con la cada vez más amplia, variada y pujante comunidad mexicana en este lado del Atlántico.
Los únicos puntos relevantes de su visita fueron, sin embargo, otros: la segunda entrevista que le concede a El País, donde, al igual que en la primera, se identificó como socialdemócrata, y la fotografía que se tomó con el expresidente Felipe Calderón, también residente en esas tierras. Ninguna imagen con Alberto Núñez Feijóo, el líder de la oposición, o con algún importante cuadro popular; tampoco con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o con Yolanda Díaz, la vicepresidenta segunda y dirigente de Sumar. Es decir que, mientras en un momento se ubica explícitamente como de centroizquierda, en el siguiente parecería como si solo hubiera cruzado el Atlántico para encontrarse con el artífice de la guerra contra el narco y de la militarización del país que AMLO ha exacerbado. Por si estas contradicciones no fueran suficientes, ante las críticas desatadas por su entrevista con el exmandatario se atrevió a declarar que “no lo admira políticamente”.
El discurso de Gálvez se vuelve cada vez con mayor frecuencia un oxímoron: es una progresista conservadora o una reaccionaria de izquierdas; una defensora del derecho a decidir de las mujeres que prefiere callar para no incomodar a sus aliados católicos; una feroz crítica del papel que López Obrador le ha dado al Ejército que alaba la política de seguridad de Calderón, el cual por primera vez sacó a los militares de sus cuarteles para colocarlos en tareas de seguridad pública; una severa crítica de la corrupción y el nepotismo de la 4T aunque está rodeada de priistas con un negro historial a cuestas; y alguien que ha conformado su equipo con calderonistas solo para apresurarse a desestimar a Calderón en caso extremo.
Y es que la Alianza -o Fuerza y Corazón por México: un nombre que nadie retiene- es, por sí misma, un oxímoron: un batiburrillo de partidos cuyo único punto en común es su oposición a la 4T y un conglomerado de figuras que representan lo peor de nuestra historia reciente: una explosiva mezcla de corrupción, falta de escrúpulos y ausencia de principios que difícilmente podrá ayudarla en su campaña. Ella es, sin duda, fresca e ingeniosa, pero -al igual que ocurre con Claudia Sheinbaum, su némesis- resulta imposible conocer su propio programa frente al alud de contrasentidos que acarrea.
Da la impresión de que, si Gálvez es la candidata de la oposición, se debe a que ha sido capaz de colocarse en cualquier parte y de decir cualquier cosa, dependiendo del auditorio que la escucha en cada sitio. Priista ante priistas, panista ante panistas, perredista… bueno, ya casi no quedan perredistas. Empresaria entre empresarios, indígena entre indígenas, católica entre católicos, feminista entre feministas… A todos se ha empeñado en complacer y con todos ha tratado de identificarse, una proeza política que solo ex post facto revela su fragilidad: sin duda, todos poseemos identidades múltiples, pero lo que México requiere ahora, ante la debacle militarista y autoritaria de los últimos meses de López Obrador, es un proyecto claro y coherente -sobre todo en términos de justicia y combate a la desigualdad-, no un oxímoron tras otro.
@jvolpi