Ha sido como reencontrarme con un viejo amigo, el mismo que me atrapó cuando joven y me hizo perderme en un mundo de soledad de 100 años, el que me hizo conocer a aquel coronel que esperaba perennemente una pensión que no llegaba, el que me envolvió en la historia de un perdurable amor en los tiempos del cólera o el que me compartió la vida de la cándida Eréndira y su desalmada abuela. 

Esta vez, confieso, llegué con trepidación a la cita. Mucho me habían advertido contra este cuento, a regañadientes convertido en novela, que el propio autor no había querido compartir con sus lectores. ¿Cómo evitar la sospecha de que los hijos Rodrigo y Gonzalo García Barcha, ávidos de regalías, habían traicionado a su padre al entregar a la imprenta una obra que el propio Gabo condenó muerte?: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. 

Empecé a leer el pequeño volumen, bellamente encuadernado, con un sentimiento de culpa. ¿Se molestará mi viejo amigo por mi decisión de leer estas páginas? Avancé con timidez por los primeros párrafos, pero pronto las letras se escaparon del papel y me trasladaron a un mundo tropical en el que un auto viejo “carcomido por el salitre” conducía a la protagonista “dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas”. En dos páginas me encontraba en un puerto empotrado entre “el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules”. Ahí, “en el hotel más viejo y desmerecido”, una mujer de 46 años sopesaba en el espejo “sus senos redondos y altivos”, se estiraba “las mejillas para acordarse de cómo había sido joven” y se lanzaba a la calle en una ceremonia personal anual “para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre”. 

Recordé, inevitablemente, las primeras páginas que leí de este viejo amigo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”. Un buen narrador te atrapa desde el primer momento y te conduce a un mundo imaginario en el que puede pasar lo que sea, por ejemplo, que una joven viuda se quite “el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso de las blusas de florecitas grises, y su vida se [llene] de canciones de amor y trajes provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y [empiece] a repartir el cuerpo a todo el que quisiera pedírselo”, como en los 100 años, o que una mujer felizmente casada, que solo ha conocido a un hombre en su vida, se “acaballe” sobre un desconocido “hasta el alma y lo [devore] por ella sola y sin pensar en él, hasta que ambos [quedan] perplejos y exhaustos en una sopa de sudor”. Ana Magdalena Bach, sí, como la esposa de Johann Sebastian, “nunca más volvería a ser la misma”. 

Si bien empecé con temor, he terminado En agosto nos vemos con alegría. Tengo la cabeza llena de los colores, olores y sabores que describe mi viejo amigo. No es una simple historia de amor, o de amores múltiples, sino quizá de soledades, como las de una mujer que se duerme “llorando de rabia contra ella misma por la desgracia de ser mujer en un mundo de hombres”, pero que te deja al final el corazón lleno de ilusión. Se han desvanecido las dudas; las imágenes se agolpan en mi mente mientras me imagino enamorado de Ana Magdalena. Cuando salgo del ensueño no puedo sino agradecer a Rodrigo y a Gonzalo el haber antepuesto mi placer como lector a todas las demás consideraciones. Gabo, estoy seguro, los perdonará. 

Contaminantes

Dice en X el “gobierno de México”, para respaldar a AMLO, que es falso que la refinería de Cadereyta sea la principal fuente de contaminación del área conurbada de Monterrey: “las plantas de Iberdrola” El Carmen y Noreste contaminan 10 veces más. Nadie les ha enseñado la diferencia entre dióxido de carbono y óxido de azufre. Tampoco se han enterado de que la CFE compró Noreste. 

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