Hay una ciudadanía alerta, una candidata competitiva y una democracia que defender. La elección no está decidida.

En la carrera presidencial viene a cuento la parábola que escuché del filósofo polaco Leszek Kolakowski sobre el poder disuasivo, descorazonador, paralizante de las ideologías autoritarias: “Dos niñas compiten a las carreras en un parque. La que va retrasada grita desaforadamente: ‘¡Voy ganando, voy ganando!’. La que lleva la delantera escucha esos alaridos, abandona la pista, se arroja en brazos de su madre y le dice entre sollozos: ‘No puedo con ella, siempre me gana'”.

No sugiero que Claudia Sheinbaum esté rezagada en la carrera. Cuenta con una porra multitudinaria, patronos poderosos y una evidente convicción por su causa. Si exclama -a su modo- “voy ganando, voy ganando” es porque en este tramo, de acuerdo con las encuestas, lleva la delantera. Pero hay algo igualmente claro: Xóchitl Gálvez va tras ella a ritmo acelerado. Está recorriendo el país. Es franca, propositiva y valiente. Sabe que aún tiene tiempo, que la ventaja puede acortarse y aun empatarse. Y en ese caso, “candidata que alcanza gana”.

Pero algo extraño ocurre en el parque. Sectores del público que favorecen a Xóchitl (o, simplemente, que gustan de las carreras) alzan los hombros y concluyen que la competencia terminó: “Este arroz ya se coció”. Están equivocados.

En muchos órdenes de la vida, actuar con derrotismo equivale a decretar una quiebra prematura, injustificada, hasta suicida. Las quiebras absurdas pueden partir de muchas causas: una mala lectura de la realidad, un ánimo depresivo, la simple extenuación o la inseguridad en el propio juicio. En última instancia, quebrar antes de tiempo es cerrar la puerta al azar. Grave error, porque el azar juega siempre, en la vida y en la historia.

Hay quiebras absurdas en la geopolítica. La parábola de Kolakowski alude a una de ellas. Hacia 1984 se puso de moda en Europa hablar del fin de la democracia occidental y su inminente derrota ante la URSS, que llevaba décadas de alardear de una ilusoria superioridad tecnológica, industrial, militar y hasta moral. Kolakowski fue la voz disonante. Conocía desde dentro las contradicciones y debilidades del monstruo, y por eso no se sorprendió cuando un año después Gorbachev introdujo las reformas que significaron el principio del fin del orden soviético. La carrera no la ganó la niña locuaz que pretendía llevar la delantera. La victoria fue de la niña puntera, que desoyó los gritos y permaneció en la pista.

Hay quiebras absurdas en la vida literaria. Un caso fue el suicidio de Stefan Zweig en 1942. No podía soportar el exilio en Brasil, la pérdida de su biblioteca, la muerte de su madre, el derrumbe del mundo que conoció y en el cual había logrado llegar a la cima de la fama. Seguía siendo muy leído. Le faltaba la gloria del Premio Nobel, y lo hubiera logrado con solo esperar un par de años.

Hay quiebras absurdas en la vida empresarial. Si el problema es estructural (la pérdida irreversible de mercados, la obsolescencia de los productos) la quiebra es inevitable, y cuanto más pronto se decrete mejor. Pero si el problema es, por ejemplo, financiero, puede tratarse de un bache, y la solución es ganar tiempo, reestructurar. Muchos se quiebran ante la presión, se angustian y decretan su propio fin, solo para descubrir, cuando ya es tarde, que había salidas.

Hay quiebras absurdas en la salud. Enfermos aparentemente terminales, casi desahuciados pero en realidad víctimas de un mal diagnóstico que con un cambio de medicación despiertan de pronto a la vida, y gozan de buena salud. Hay quiebras absurdas en el deporte. Para prevenirlas se inventó el refrán: “Esto no se acaba hasta que se acaba”.

Y por supuesto, hay quiebras absurdas en la política. Hoy no hay motivo para que la oposición decrete la quiebra de su campaña. Los debates serán decisivos. También los post-debates, que deben promoverse en diversos foros. Las redes sociales juegan ya un papel central. Hay una ciudadanía movilizada y alerta, una franja amplia de votantes indecisos y un público joven al que hay que apelar con respeto y claridad: llamarlos a votar sin “tirarles rollo”. El voto es la cifra de su destino.

“Este arroz no se cuece hasta que se cuece”. Si el ciudadano opositor responde con fe a la fe de su candidata, se correrá la voz y podría ganar. En todo caso, la carrera será más competida. Y si la carrera es competida, gana México, ganamos todos, incluso la candidata puntera… a menos de que tras su eventual victoria quiera, como su vociferante entrenador, acabar con las carreras.

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