Domingo de Ramos
Jesús, “Siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de Cruz. Por eso, Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre”” (Filipenses, 2, 6- 8). 

De modo extraordinario, en este himno, San Pablo nos resume todo lo que vamos a celebrar en estos días sagrados: la pasión y muerte y, luego, el resurgir de Cristo, en la resurrección.  
Al leer en el Evangelio la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, en unos cuántos párrafos, se nos ponen al descubierto las palabras, las actitudes, los gestos, los sentimientos, las decisiones y acciones más aberrantes de las que el hombre es capaz. Siempre es fácil lastimar al inocente, pero a Jesús lo llevaron hasta lo último, exhibirlo y sacrificarlo en la Cruz. Pero en la misma pasión, en contraste con la mayor injusticia, se nos presenta también la respuesta de Dios: desde la Cruz nos revela, a través de su Hijo, lo más profundo de su amor por nosotros. El hombre condena, Dios no deja de amar.

En el proceso de la pasión de Cristo, podemos resaltar tres momentos álgidos: uno, la oración en el huerto, donde vive el abandono de los suyos. No tuvieron la capacidad de acompañarlo al tomar la decisión más firme y dolorosa. Es tan duro el momento, que suplica al Padre: “si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Otro, comparecer ante Pilatos, que representa la prepotencia humana, que cree estar por encima de Dios. Y el tercero, humillante y determinante, la Cruz, donde no sólo enfrenta el dolor físico, sino que además queda expuesto a la burla de todos. Pareciera que el Hijo de Dios había sido vencido. Pero no es así, Cristo aceptó la Cruz como signo de obediencia al Padre y para instalar ahí en lo alto el trono del amor divino.

Las inseguridades, los caprichos y la más alta maldad humana hicieron que Cristo llegara hasta la Cruz. Pero la Cruz no fue una derrota, sino la oportunidad para manifestar la plenitud de la gloria de Dios. Por eso, señala San Pablo: “Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y todos reconozcan públicamente que Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses, 2, 9-11). 

Así son los misterios de Dios, escoge la debilidad para que los poderosos del mundo se confundan, pensando que pueden vencerlo todo, pero Él tiene la capacidad de resurgir para bien de los creyentes.

Desde entonces, todo sufrimiento humano, especialmente las injusticias, unido al de Cristo, adquiere un carácter redentor. Por eso, la explicación de Cristo: “Esta es mi sangre derramada por todos, para el perdón de los pecados” (Mt. 26,28).
 

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