Está ahí, a todas horas, mañana tras mañana, semana tras semana, año tras año, sin pausa ni descansos, lento y monocorde, acentuando sus incómodas pausas -y sus feroces lapsus-, cada vez más nervioso y altanero, más terco y egoísta, también cada vez más enojado, convertido en un brote de furia menos y menos contenida, en una sucesión de explosiones maliciosas y puntuales, convencido, demasiado convencido de que debe preservar su lugar en la historia: una voz que ansía silenciar todas las demás voces, que busca imponerse sobre ellas, acallarlas o aplastarlas o al menos disminuirlas, e insisto: todas las voces, no solo las de sus enemigos -a los que él llama adversarios, conservadores, neoliberales: su propio retrato-, sino, lo que es peor, incluso las de sus fieles y adoradores, incluso las de sus colaboradores y aliados, y sobre todo -sobre todo- la de la mujer a quien él mismo eligió como sucesora.

Se trata, qué duda cabe, del monólogo más largo de nuestra historia democrática: desde hace casi seis años, la misma voz repetitiva, cansina y venenosa que al principio sonaba tan original, tan auténtica, tan necesaria, y que hoy se ha vuelto un insufrible ruido de fondo, algo semejante al ulular de un electrodoméstico, el crepitar del aire acondicionado o el martilleo de un taladro, uno de esos odiosos ruidos a los que acabamos por acostumbrarnos, pero que, cuando al fin cesan o se detienen, así sea por unos instantes, nos conceden un alivio repentino, ah, una calma y una paz, ah, un silencio merecido, aunque al cabo sea un engaño -unas horas por la noche o en el fin de semana-, porque ahí viene de nuevo, dispuesto a recomenzar.

Como llevamos casi seis años escuchándolo, o al menos oyendo sin oír ese rumor matutino cuyos ecos se prolongan a lo largo de toda la jornada, hemos terminado por sentirlo casi natural, como si ya el país no pudiera tener otro ritmo u otro tono, como si estuviéramos fatalmente condenados a su lánguida maledicencia y a su insidioso retintín, y ahí está otra vez, blandiendo sablazos a diestra y siniestra, insistiendo una y otra vez en su papel histórico y en la zafiedad ajena, ensalzándose sin pudor y vituperando e insultando sin vergüenza a esos ciudadanos a los que en su momento juró servir.

Si algo se echa de menos en este país es el silencio del poder, si algo urge es, por el amor de Dios, dejar de tenerlo ahí cada mañana, soberbio e impenitente, grosero y desparpajado, imperioso y atrabiliario, errático y cerril, incapaz de contenerse, incapaz de ceder el micrófono, incapaz de darse cuenta de que su tiempo se ha agotado, incapaz de reparar en que los aplausos están grabados, de que su perorata se ha transformado en un obstáculo incluso para sus propios fines, que su verborrea rijosa y mendaz, barriobajera y muchas veces infantil, ha comenzado a hacerle más daño a la nación -y a su propio proyecto- que cualquiera de los múltiples errores de la oposición.

Muchos ciudadanos, más de los que él se imagina, estamos hartos y decimos ya basta, exigimos su silencio -como él en su momento exigió el de Fox-, que al fin deje de tratar de controlar la discusión pública, que por fin se dé cuenta de que estamos en campaña y, en campaña, a quienes queremos oír son a quienes ahora aspiran a sustituirlo, no a él, que le deje el lugar que le corresponde a su candidata, que retraiga el machismo con el que le ha impuesto por la fuerza su programa y su discurso, que se abstenga de pronunciar las palabras con que cada mañana la opaca para seguir siendo la noticia principal, que por fin deje que ella hable y que sean sus propuestas las que prevalezcan y se discutan a lo largo del día, que cese ya en su intento de boicotearla -mientras destila su rabia a diestra y siniestra contra la oposición y contra cualquiera de sus críticos-, que al fin haga mutis y nos permita escuchar, sin ese maldito ruido de fondo, lo que Claudia Sheinbaum, quien muy probablemente ganará las elecciones, nos tiene que decir.

 

@jvolpi

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