Por Paul R. Vizcaíno

Buscó las palabras para no sonar entrometido en la vida de extraños, él no era así, pero algo dentro de su ser le pedía respuestas.

– ¿Ya va de regreso a su casa, señora? – fue lo mejor que se le ocurrió para iniciar la plática, necesitaba comenzar suavemente hasta llegar a la respuesta correcta; saber qué hacía ahí a esas horas.

– No, hijito, vengo de mi morada.

Le gustó saber la respuesta, algo menos de qué preocuparse, la señora tenía un hogar al cual llegar. No quería escuchar una historia desgarradora que lo obligara a ofrecer un techo que ni siquiera él tenía, porque Raúl era de las personas que solían ofrecer ayuda sin saber cómo darla. Se tranquilizó un poco y le sonrió a la viejita por el espejo.

Los semáforos de la avenida Zaragoza parpadeaban en un destellante color anaranjado a modo de precaución. No había tráfico alguno, pero aun así hizo alto total, incorporándose a la avenida con demasiada precaución, eran muchos los alcohólicos despistados que solían usar la avenida como autopista, causando tragedias que habían cobrado la vida de más de un compañero taxista.

– ¿Va a visitar a algún familiar? – volvió a preguntar, estaba decidido a saber el por qué esa anciana había tomado el taxi a esa hora en ese lugar.

– No, hijito – emitió una leve risa que pareció más a un sonido de tos educado – a mí es a la que deben de visitar. Voy a misa.

Aquella palabra le resultó extraña. Aunque no era muy católico, nunca había escuchado de alguna misa que se celebrara durante la madrugada, solamente había escuchado de su abuela una famosa misa de gallo que se llevaba a cabo en navidad. Quiso hacer más preguntas, pero la explanada Hidalgo quedó a su vista y con ella la majestuosidad del templo de San Agustín, y no solo eso, las puertas del templo estaban abiertas dejando ver que de su interior se emitía una luz radiante amarillenta que subía y bajaba de intensidad, como si estuviese siendo iluminado por velas.

Lo que parecía ser un disparate de una pobre anciana era verdad, una misa estaba pronto a celebrarse, alguna festividad desconocida para Raúl, quien no se sorprendió de más ni se asombró cuando al acercarse al templo pudo distinguir que otras personas comenzaban a avanzar sobre la banqueta introduciéndose en el templo. La gente provenía de todas direcciones, de todas las calles oscuras que colindaban con el edificio. Algo llamó su atención, la vestimenta de las personas, era como ver desfilar todas las modas de ropa a través de los tiempos; pantalones acampanados, de manta, minifaldas, vestidos de gala, trajes, hasta pudo ver a una persona con vestimentas de fraile. Hasta cierto punto era gracioso ver aquel desfile, era una festividad muy bien organizada, aunque pareciera que los que menos disfrutaban eran los que desfilaban, porque lo hacían cabizbajos y en silencio, aquello parecía más a un viacrucis.

No dio vuelta en la calle Revolución para estacionarse justo en frente del templo, no quería interrumpir el desfile de personas. Se orilló en la propia avenida principal, encendió sus luces intermitentes solo por si acaso algún despistado pasara por ahí, aunque la avenida seguía desolada.

– Aquí tienes, hijito – dijo la anciana estirando la mano.

Raúl arqueó su cuerpo de lado, un movimiento muy bien entrenado, estirando el brazo hacía atrás, abriendo la palma de su mano. Sintió tres monedas cayendo. Por ese viaje, aunque hubiera sido corto, tenía que cobrar por lo menos cien pesos, pero no dijo nada, ni siquiera miró las monedas, simplemente sonrió, lo que estaba haciendo era un acto de buena voluntad que sin duda le sería recompensado en el futuro, al menos eso le gustaba creer, además no era capaz de entablar una discusión con una persona de la tercera edad, él muy bien sabía que, aunque la señora no hubiese tenido dinero, con gusto la hubiera ayudado.

Como el caballero que había demostrado ser, salió y rodeó la unidad, se paró a un lado de la puerta y la abrió, ofreciéndole el brazo ayudándola a salir. Ahí no detuvo su caballerosidad, caminó con ella hasta cruzar la despoblada avenida hasta llegar a la plataforma de cantera de la explanada Hidalgo.

Antes de que pudiera soltarla para decirle algunas palabras de cordialidad a modo de despedida, la anciana lo sujetó fuertemente del brazo, sintió cómo encajaba sus huesudos dedos en su piel, como garras.

– ¿No quisieras acompañarme adentro del templo, hijito?

Raúl lo dudó, aquella petición era una súplica, algo dentro de la anciana estaba a punto de quebrarse, era como si se sintiera sola en el mundo y la compañía de Raúl fuera su salvación. Quiso negarse, subir a su taxi y entregar el turno, el dinero no importaba porque ya había conseguido la cuota, pero una vez más el hombre de cuarenta años cedió ante la necesidad de un ser humano. No le importó dejar el taxi ahí, a la orilla de la venida, sin seguros puestos, pensando que no tardaría más de cinco minutos en estar de regreso.

Suspiró profundamente y colocó su mirada al frente dispuesto a ayudar a la persona que lo sujetaba del brazo. 

Desde donde él estaba no podía ver el interior del templo, la luz de las velas era intenso, luz que parecía comerse a las personas que iban entrando. Avanzaron lentamente, cruzaron un pequeño quiosco que funcionaba como centro de información para los escasos turistas. No tuvieron que bajar la banqueta, había un tope alargado que funcionaba como paso peatonal, justamente ahí comenzaron a ser rodeados por la gente que seguía saliendo de los callejones oscuros de la ciudad. 

Aquellas personas, aunque se comenzaban a aglomerar, no rozaban para nada el cuerpo de Raúl, al menos no las podía sentir. Éstas entraban de cuatro en cuatro, muy bien organizadas, parecía que lo habían ensayado. Hubo un momento en el que Raúl se preguntó si era posible que tantas personas cupieran en el templo, desde que había puesto su atención en la entrada, las personas no dejaban de ingresar.

Llegaron a la entrada, dos enormes pedazos de madera labrada estaban a los lados como dos centinelas que custodian el acceso. A pesar de que era su ciudad natal, y de que muchas veces ingresó al recinto, era la primera vez que ponía atención a los relieves; parecían figuras geométricas que formaban una especie de laberinto, tenía algunos remaches de acero ya descolorido, aquellas puertas asemejaban a las de los castillos europeos.

Cruzaron el umbral de la entrada, sintió la luz de las veladoras que impactó sus ojos, contrayendo sus pupilas y obligándolo a cerrarlos. Fueron solamente segundos, cuando los abrió aquello lo obligó a entreabrir la boca por el asombro. 

Todo el interior del templo brillaba en un color amarillo intenso. Raúl sabía que los retablos, así como las decoraciones de madera de las paredes, estaban retocadas en oro, no le sorprendía, pero esta vez aquel material parecía estar más limpio que nunca, como si fuera recién colocado. Colocó su mirada en el techo, las pinturas frescas y los vitrales coloridos le hicieron llegar a la conclusión de que el templo había recibido una restauración extraordinaria, quizás esa misa era el festejo a tan hermoso trabajo. 

Avanzaron por la nave central, a sus lados bancas, algunas con gente, otras no. Él era guiado por la anciana, sujetado fuertemente del brazo, como si no quisiera que la dejara sola. Pasaron el confesionario y los pilares con forma de caracol en el centro, donde se colocaba el agua bendita. Llegaron al centro de la nave, la anciana lo empujó levemente hacia una banca colocada de la derecha, la cual estaba vacía. Raúl con cuidado de no trompicarse con el pedazo de madera acolchonado que sirve para hincarse, se fue recorriendo hasta llegar a la orilla, al momento de levantar la mirada se dio cuenta de que el reciento ya estaba lleno, ¿era posible que la gente avanzara tan velozmente? ¿En verdad era toda la gente que vio ingresar? No lo sabía, como no sabía por qué demonios estaba sentado junto a la anciana como si fuera a escuchar misa, debería de estar en su taxi ruleteando por las calles de Salamanca.

Se escuchó el repique de las campanas, un silencio sepulcral se hizo presente. Raúl levantó la mirada tratando de observar a todas las personas que estaban ahí reunidas, pero la mujer longeva se lo impidió con un leve codazo, como una madre que regaña a su hijo, una advertencia que podría tener consecuencias si se repetía.

La comitiva ingresó al tiempo que el órgano tétrico comenzó a sonar, todos se pusieron de pie. El sacerdote estaba ataviado con colores rojo y negro, una vestimenta que nunca había visto Raúl. Llevaba en la cabeza una Mitra Pretiosa, un tocado alargado parecido al que usaba el Papa, pero en lugar de ser blanco como la pureza del alma, era de color negro con detalles en oro. Al lado del que sin duda llevaría a cabo la ceremonia estaban dos hombres vestidos con casullas negras y detalles en rojo, cada uno de ellos sostenía un tubo metálico con una vela en la punta que se elevaban por encima de sus cabezas, atrás de ellos, estaban otros dos de las mismas vestimentas, mantenían la cabeza baja y las manos entrelazadas cubiertas por la casulla.

El sacerdote llegó hasta el altar, su rostro era severo, tenía una mirada intensa que desnudaba los más profundos pecados, nadie se atrevía a mirarlo a los ojos, nadie excepto Raúl que estaba asombrado con tan peculiar espectáculo.

Comenzó un cántico al ritmo del tétrico órgano que resonaba con sonidos ahuecados. Las personas recitaban aquellos rezos armónicos que Raúl jamás había escuchado en su vida, no era español, parecía más a un idioma antiguo. 

Los cantos y la música cesaron.

–Siéntense –ordenó el que estaba al frente.

Cuando Raúl se sentó echó una mirada hacia atrás, el lugar estaba abarrotado de gente, todas muy bien acomodadas en las bancas, seis en cada una. Quiso ver los rostros de los que estaban ahí reunidos, pero la mayoría mantenía la cabeza baja, avergonzados de los pecados que habían cometido, temerosos de la furia de la virgen que los observaba desde lo alto del altar. Pero entre toda esa gente vio algo que le heló la sangre. [Continuará]

Paul R. Vizcaíno, es un escritor del género de terror nacido en la ciudad de Salamanca, Guanajuato, México, en 1986. Su faceta de escritor inicia en 2019 con la novela corta Sucesos: cuando las energías nos eligen. A esta primera novela han seguido las obras He criado a Martha, en 2020, La casa del inquisidor en 2022, y Ritual en la Cañada en 2023, esta última obra fue presentada en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. También tuvo una colaboración en la Antología de Terror V.1 de la Editorial Lebrí. Es titulado de la carrera de Mercadotecnia por la Universidad de León plantel Salamanca.

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