Durante toda mi carrera de abogado, desde estudiante y en la práctica, en mi paso por el litigio, por las procuradurías, por los juzgados y por las magistraturas tanto locales como federales, conocí abogados de todo tipo. No obstante, me quedan en la memoria dos de ellos que trabajaron de forma muy singular, sobre todo para impresionar a sus clientes y superar un primer problema que afrontamos los abogados postulantes: cómo cobrar los honorarios que se pactan, pues verdaderamente resulta una odisea lograr el cobro justo de lo pactado, salvo tratándose de instituciones bancarias o de empresas serias que previo contrato de cuota litis, se fijan condiciones, etapas y formas de pago.

En los primeros cinco años de aperturar el despacho tuve una lista en un cuaderno exprofeso para ello, donde anotaba los pagos de honorarios que debían algunos clientes y que con el paso del tiempo de plano nunca pagaron. Afortunadamente no fueron cantidades considerables, sino para aquellos años de 1990 a 1995, se trataba de diez mil, veinte o hasta cincuenta mil pesos; sin embargo, ya después fueron cantidades más altas; inclusive algunas de empresas que evadieron el pago final, pero cambiaron de domicilio y de razón social; pero en general los más han sido de personas físicas, recomendadas por amigos, parientes o servidores públicos que nos los derivan.

Pero volviendo a esos dos abogados que si bien no eran grandes estudiosos del Derecho en sus respectivas especialidades, sí mantenían un conocimiento práctico, con buenas relaciones en los juzgados, en el Ministerio Público y varias dependencias.

El primero lo conocí en 1970 en la Ciudad de México, en el despacho donde conseguí trabajo recién desempacado de León y haber ingresado a la UNAM; ahí integraba el bufete mi tío Lic. Filiberto Hernández Ávila y otros dos abogados muy activos y con buena presencia, conocimiento y relaciones públicas de lo mejor. A quien me refiero como un abogado singularmente eficiente y exitoso en su profesión se llamaba Lic. Rafael Alpuche Gutiérrez, de origen campechano y la oficina ocupaba un piso en Avenida Insurgentes Centro 114, casi esquina con calle París y a una calle de la esquina con Paseo de la Reforma. Un despacho bien ubicado.

Empecé a observar que tanto mi tío como el Lic. Zorrilla, el otro socio, consultaban para todos sus asuntos al Lic. Alpuche, le pedían elaborara apelaciones, amparos, revisiones o quejas; si era un poco mayor que ellos (frisaba los 40 años) pero se notaba que de ese despacho era el líder y quien sabía y practicaba más.

Lo llegué a ver delante de los clientes ahí sentados esperándolo, pues  como en un par de horas o poco más dictaba a la secretaria de corrido, de memoria y sin interrupciones, demandas mercantiles, de rescisión o terminación de contratos de arrendamiento; de incumplimiento de contratos civiles; dictaba demandas de amparo o recursos de apelación o de revisión, solo con el expediente en mano.

Claro que lo hacía para impresionar al cliente; pero había algo más que simple vanidad o reconocimiento profesional, pues me percataba que ahí mismo, les comunicaba el monto de sus honorarios y les pedía cierta cantidad a pagar.

Nunca vi que alguien se negara a cubrir lo que pedía como primer pago, si acaso le solicitaban un poco de tiempo para conseguir el dinero, mientras él retenía el documento dictado, firmado por el cliente y los documentos anexos al escrito dependiente de lo que se tratara, sin darle trámite hasta que recibía el primer pago y si había un término o plazo, ese era el límite.

El segundo abogado al que me refiero, lo conocí en León, Gto., en 1968, en su faceta de Agente del Ministerio Público. Pero años después, cuando regresé a la localidad, tenía un despacho con su esposa la Lic. Leticia Hernández Granados. Me refiero al abogado Jorge Torres Espinoza, penalista cien por ciento; su cónyuge se encargaba de los asuntos civiles, mercantiles y familiares, aunque en algunos casos penales, se sumaba a la defensa por haber sido Juez Penal.

Cuando regresé a León en 1986, me auxiliaron brindándome un espacio autónomo en su despacho; ahí me enteré de la fama que los precedía y de casos exitosos que habían atendido, en mi ausencia, sin que me constara su trabajo, fueron casos tan sonados como el del famoso “Garruñas” en los asesinatos del Bar “El Atorón”; en el caso de Mayuya, de “El Naranjero” y del “Yeyo”. 

Continuará…

 

RAA

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