Platicamos, el ruido del ventilador nos acompaña como otro asistente más que no tiene voz ni voto y sin embargo escucha. Y en ese oscilar, dispersa nuestras palabras que se escabullen por todos los rincones. Algunas, se enredan en las cortinas o se columpian del techo, las más intrépidas, suben las escaleras y se asoman a las habitaciones, aventurándose a recostarse sobre las colchas que no por eso dejan de estar bien tendidas. Pero otras, las más curiosas, nos miran azoradas entre los barrotes del barandal, ajenas a nuestros labios, atando cabos y fechas.
Pero a nosotras las curiosas nos tienen sin cuidado, seguimos dialogando sin fijarnos qué sucede con ellas, si crecen como burbujas de jabón y truenan cubriendo el piso con su presencia, o son hojas secas que se han acumulado en los rincones. Lo que sí sabemos es que nuestro corazón se siente más liviano, y el tiempo que desaparece con prisa en el reloj nos hace falta para seguir platicando.
Distraídamente veo la hora y te digo; “aún nos queda una hora”. Sonreímos complacidas pues el mejor aliado aún está de nuestra parte, sesenta largos minutos nos aguardan en esta tarde de jueves que cada semana, se me ha hecho una costumbre y también considero se me ha hecho necesaria.
A veces, llegué a sentir que mis palabras invisibles, caían al vacío, (no contigo) se derrumbaban por fuerza de gravedad al profundo acantilado sin poder detenerlas, en medio de una escucha distraída que las desvalorizaba arrancándoles la vida, desprendiéndoles las alas. Otras, quise arrebatárselas a unos oídos engañosos, que osadamente las blandieron como sables afilados y me hirieron con saña con mis propias armas. ¿Te das cuenta? Atreverse a usar las propias debilidades como lanzas afiladas, que no resiste su fuerza ningún escudo y por imprudencia, lastimaron cruentamente mi corazón, sin derramar una sola gota de sangre.
Afortunadamente, eso no me sucede contigo, dejo al entrar mis reminiscencias sentadas en el escalón de tu puerta, en tu compañía, soy un ser libre que camina a pasos confiados, retrocedo en el tiempo a voluntad ganada, sintiendo mis confidencias resguardadas en un deposito seguro que tu posees, que sin verlo, presiento como las hojas secas que tampoco puedo ver.
Y estoy segura que tú tampoco lo logras en mí, si te fuera permitido hacerlo, notarías al darme la bienvenida, como traigo las palabras apretadas como flores frescas entre mis brazos, almacenadas en mi mente por toda una semana esperando el turno y la fecha prevista.
Me pongo a pensar en las cosas más queridas que atesoro, que he ido guardando como diamantes de lluvia y han sostenido mi vida como un muro de carga sin percatarme de ello. Son imágenes nítidas plasmadas a fuego, el sonido de una risa que perdura, el recuerdo de unas manos pequeñas que detuvieron mi mundo y descubrieron mi corazón, los brazos que se quedaron conmigo para abrazarme por siempre, y esa mirada de bondad en la que se reflejaba un alma extremadamente blanca.
Algo así, invisible e incorpóreo sucede cada tarde de jueves, cuando mis palabras transparentes se quedan contigo ocupando un sitio en tu sala y en tu mesa, y tú, permaneces acompañada por ellas. En cierta forma, viéndolo desde la perspectiva de las cosas invisibles, amiga, yo también me quedo contigo.