En el simbólico Claustro de Sor Juana, en el Centro Histórico de la CDMX, en lo que fue en siglos pasados el Convento de San Jerónimo, donde Juana Inés de Asbaje Ramírez de Santillana vivió y escribió en el siglo XVII, se reunieron ayer seiscientas mujeres en un evento para entregarle a la virtual Presidenta electa, Claudia Sheinbaum Pardo, el “Bastón de las Mujeres”. Ello como parte del mantra “Con Claudia llegamos todas”.

Le pidieron en esa ceremonia -suponemos que a nombre de todas las mujeres de México- que como Presidenta “concrete la agenda feminista pendiente”.

Siendo feministas nosotros mismos, es decir, que este su h. servidor cree firmemente en la igualdad de las mujeres y los hombres, esto es, igualdad de trato, de oportunidades y de derechos ante la ley y la sociedad, nos pareció interesante este evento desde el punto de vista que dio a entender que de alguna manera la “agenda feminista” es algo separado, o que no atañe, a la otra mitad de la población que somos los hombres.

Antes de dividir por sexo somos todos seres humanos y como tales nacimos con derechos universales, que son los mismos tanto para hombres como para mujeres. Por ello, el movimiento feminista es uno que aboga por la igualdad, es decir, por una sociedad que no discrimine por sexo, y esto aplica en ambos sentidos: que no se discrimine a las mujeres simplemente por ser mujeres, ni tampoco a los hombres por ser hombres.

Un Gobierno es en esencia -o cuando menos debería ser- una meritocracia. Es decir, requiere en los puestos claves de su organigrama a las mejores personas, las más preparadas, experimentadas, expertas y capaces. Los gobiernos no son, o no deben ser, entidades que se organicen en torno a cuotas de género reservando puestos a ciertas personas sólo por ser hombres o ser mujeres. Es la capacidad la que debe merecer el cargo y no el género.

Entonces, cuando estas distinguidas damas hablan de la “agenda feminista” esperamos que no se estén refiriendo a exigir la instauración de una nación amazónica en la que sólo las mujeres rijan y sólo ellas valgan, y en la que se les otorgue trato preferencial. Esto por el hecho de gozar del privilegio de haber nacido mujeres.

Si acaso México sigue siendo una democracia, la Presidenta electa debe gobernar para todos. Esto es, para quienes votaron por ella y para quienes no; las que comparten su género y los que no lo compartimos, sin distinciones.

Créannos que no criticamos ni nos oponemos a que las damas admiradoras de Sor Juana, “la Décima Musa”, excepcional mujer, poetisa y literata, festejen a la mujer que será Presidenta de todos los mexicanos ni que aboguen por la causa de la igualdad femenina.

Ésta es una causa que en esta época en que vivimos es reconocida y establecida en casi todo el mundo (menos en una que otra sociedad medio atrasadita que mira a la mujer como un ente subserviente, pero que se ubican todas en otro continente) como una realidad inescapable de la que no debe ser necesario convencer a nadie.

Y precisamente el punto al que se debe llegar es al de la igualdad, es decir, la equivalencia, la paridad, pero no la preponderancia de un género sobre otro, ni de hombres sobre mujeres ni de mujeres sobre hombres. Sólo las sociedades igualitarias -en todos los sentidos- pueden prosperar, por lo que el péndulo debe quedarse al centro y no cargarse para un lado.

No existe intención alguna en el tema que hoy abordamos de criticar al movimiento feminista ni tampoco denostar o burlarnos del “Bastón de las Mujeres”, siendo que por lo observable ellas siempre han mandado porque la nuestra ha sido una sociedad matriarcal.

Ahora bien, qué más prueba puede existir de un México igualitario que el hecho de que acabamos de elegir a una mujer Presidenta.

Conste, ¡Presidenta!, no Emperatriz, no Reina, no Zarina: por lo mismo, su deber es no sólo empujar una sola agenda, sino la agenda de todos y todas, que es progreso, justicia, igualdad, democracia, libertad y prosperidad. No es éste el juego de “¡Quítate tú, para ponerme yo!”.

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