A lo largo de estos seis inacabables años, no ha habido mayor insulto en boca del presidente López Obrador que: “¡Neoliberales!”. Una y otra vez se los ha encajado a sus rivales, al tiempo que le echa la culpa de todos los males de México a lo que él denomina “el periodo neoliberal”. Por desgracia, como afirman George Monbiot y Peter Hutchison en La doctrina invisible (2024), una de las grandes victorias del neoliberalismo es que, en una medida un otra, hoy “todos somos neoliberales”. Y, AMLO, me temo, lo ha sido mucho más que nadie. Ahora que por fin ha llegado a la Presidencia una mujer cuya trayectoria proviene enteramente de la izquierda -y quien jamás pasó por el batiburrillo ideológico del PRI, como su predecesor-, se impone que la lucha contra el neoliberalismo se llevara a cabo en los hechos y no solo en el discurso.
En el centro del neoliberalismo, tal como lo teorizaron por primera vez Friedrich Hayek y Ludwig von Mises y más adelante Milton Friedman, se halla una batalla campal contra el Estado, dibujado como fuente de todos los males del planeta. Para los neoliberales, el interés propio -e incluso la avaricia- es el único motor de la sociedad y, llevando a su extremo la fantasía de la “mano invisible” de Adam Smith, sostienen que nada debe impedir que los ricos se hagan más ricos porque algún día esa riqueza terminará por beneficiar a los pobres. Que esto jamás haya ocurrido -sino más bien lo contrario-, no les ha impedido mantener su programa, puesto en marcha por doquier por incontables think tanks y los propios organismos financieros internacionales.
Durante su mandato, AMLO se ha lanzado retóricamente contra los horrores del neoliberalismo mientras por lo bajo -como la mayor parte de los líderes populistas de nuestro tiempo- apuntalaba buena parte de sus prácticas. Es la vieja táctica de estos nuevos caudillos: acusar a los otros de lo que ellos mismos hacen. Hasta ahora, la 4T ha proclamado “primero los pobres”, cuando en realidad ha sido “primero los pobres y primero los más ricos”, dejando a la clase media alta (y a sus críticos) como sus únicos enemigos visibles. Y así ha ocurrido: si bien gracias al aumento de salarios mínimos y a los apoyos directos los más desfavorecidos han prosperado un poco -o al menos han creído hacerlo-, los ricos y ultrarricos se han vuelto mucho más ricos al amparo de un régimen que no se ha atrevido a tocarlos.
Al negarse a una reforma fiscal progresiva que propicie la necesaria redistribución de la riqueza -un parámetro central de la izquierda-, para financiar sus programas sociales AMLO optó en cambio por un drástico recorte en la capacidad de acción del Estado: su “austeridad republicana” no es sino una política brutalmente neoliberal disfrazada de progresista. Sin duda, hoy los pobres de pronto cuentan con más dinero en sus cuentas, pero buena parte de esos recursos deben invertirlos en salud o educación, las áreas que la 4T más descuidó o de plano destruyó. Nos hallamos, paradójicamente, ante una privatización de los servicios públicos escondida: con los recursos que les llegan de manera directa -y que provienen de los recortes presupuestales en áreas básicas-, los pobres sufragan medicinas, médicos o incluso modestas escuelas privadas. Una paradójica inversión de los anhelos de la izquierda que no se le habría ocurrido ni a la más perversa mente neoliberal.
La propuesta de eliminar las agencias estatales que intentan vigilar el funcionamiento del gobierno tanto como regular el mercado es otra propuesta claramente neoliberal: sin duda, varios de esos organismos necesitan reformarse, volverse más eficaces y limpiarse de su corrupción ancestral, pero borrarlos de tajo solo alienta una desregulación que, una vez más, solo beneficiará a los más ricos. Esperemos que, una vez que tome el poder, Claudia Sheinbaum en verdad combata el neoliberalismo, sobre todo aquel que se ha incubado -y justificado- desde el interior mismo de la 4T.
@jvolpi