El profeta Jeremías hace una gran profecía, que luego se ve cumplida en Jesús: “Yo mismo reuniré al resto de mis ovejas de todos los países a donde las había expulsado y las volveré a traer a sus pastos… Viene un tiempo, dice el Señor, en que haré resurgir un renuevo en el tronco de David: será un rey justo y prudente y hará que en la tierra se observen la ley y la justicia” (Jr. 23, 1-6).
Dios nunca estará conforme con los pastores y, en general, con los responsables del pueblo, cuando en vez de procurar el desarrollo, el bien común, lo dejan perecer, lo dividen y lo dispersan. A Dios le duele todo tipo de abuso y omisión contra su pueblo y más cuando dichos abusos, como decía San Juan Pablo II, se han convertido en estructuras y caciquismos. Por eso, el Señor lanza su sentencia determinante, a través del profeta Jeremías: “¡Ay de los pastores que dispersan y dejan perecer a las ovejas de mi rebaño! (23,1)”.
Si Dios nos regaló la razón y el amor, como dones que humanizan, imaginemos lo que le pesa a Dios que nos aferremos a vivir bajo la irracionalidad, bajo la reacción instintiva y el egoísmo que ensordece. Si Dios permitió que existan los gobernantes y delegó otras responsabilidades, como ser papá, mamá, maestro, pastor y otras más, para que le ayudemos a guiar, cuidar y buscar la unidad de su pueblo, imaginemos lo que le duele a Dios cuando por negligencia, avaricia o falta de amor, provocamos situaciones lamentables.
Pero, en respuesta al proceder indebido del pueblo y sus representantes, Dios promete hacer resurgir un pastor que busque a las ovejas dispersas, que las cure y las lleve a los buenos pastos. Cristo es ese pastor, que hoy se muestra con compasión, con misericordia: “vio una numerosa multitud que lo estaba esperando y se compadeció de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” (Mc. 6, 34).
Una de las características propias de la cultura actual es la incertidumbre; esta parte del hecho de que fácilmente se pierden los signos de referencia que dan seguridad. Muchos viven en la incertidumbre porque no saben si su economía irá bien, si tendrá trabajo al siguiente mes, si la violencia puede lastimar a los suyos, si a sus hijos les irá bien, etc. A veces, igual, el pueblo pone su confianza en quien cree que lo llevará por buen camino, pero luego se siente defraudado porque las cosas no cambian.
Pero, en este contexto de vida, que no es fácil, la fe nos llama a voltear a quien siempre está, que es Dios. Jesús viene para ser el buen pastor que nos lleva a los buenos pastos, a lo que genera un entendimiento diferente frente a la vida, porque nos lleva a pensar desde el bien común, que implica un amor que nos enseña a mirar unos a otros. Es buen pastor porque genera actitudes que siempre dan vida.
Jesús sigue siendo la respuesta. Sigue vigente. Sus métodos, sus enseñanzas y sus gestos de misericordia no caducan. Si todos los que tenemos cualquier responsabilidad frente a los demás aprendiéramos a inspirarnos en Jesús, buen pastor, sería mucho lo que contribuiríamos para que el pueblo gozara de los buenos pastos. Tendríamos pueblos muy fuertes y no lastimados, no con miedos, sin incertidumbres.
No dudemos, dejémonos alimentar de los buenos pastos que nos ofrece Jesús. No tengamos miedo decirle que queremos contribuir con Él para que su pueblo viva mejor.