‘… Si la lluvia no te moja y la lumbre no te quema, es que estás enamorado’. Lolita de la Colina
Allá por 1971 cuando estudiaba en la Facultad de Derecho de la UNAM, en Ciudad Universitaria, todavía existía la cafetería en la entrada a desnivel del campus, con alimentos a precios económicos y buen servicio.
Concurrían también alumnos y maestros de otras escuelas y facultades cercanas, como de la de Trabajo Social y Psicología. Ahí conocí a Irene, una chica del segundo semestre de Psicología, de estatura media para una fémina de la época, 1.65 m, de cabello largo, castaño, tez blanca y excelente cuerpo, figura armónica y bien proporcionada, pero en su rostro, sus ojos azules empañaban sus demás rasgos.
Iniciamos una relación de amistad y compañerismo, viéndonos en ese lugar entre clase y clase. Pero el día crucial llegó, pues se acercaba la fecha para el clásico partido de futbol americano Pumas-Poli, y como en general los estudiantes nos motivábamos para acudir al estadio de Ciudad Universitaria, en especial algunos compañeros, entre los que recuerdo a Juan José González, y había otros del equipo Cóndores de Leyes; así que la invité para aquel sábado del juego.
Como ella vivía en un nuevo conjunto habitacional de la época, llamado Lomas de Plateros, quedamos de vernos en la avenida Revolución y Barranca del Muerto, para no subir hasta allá por ella, ya que yo vivía en la colonia Verónica Anzures, por Gutenberg y Ejército Nacional y tomaba el autobús por avenida Revolución para llegar a aquella esquina.
Nos citamos temprano por la tarde, dos horas antes del partido, para tomar un refrigerio en los comercios de comida que había por Revolución pasando la esquina de la calle La Paz, en San Ángel. (A los amables lectores que han cambiado su residencia de la CDMX a León, estos lugares les resultarán muy conocidos). Ya de ahí llegamos al estadio universitario y nos juntamos con la marea azul y oro, con estudiantes de prepa y de varias facultades. Estuvimos muy contentos echando “goyas y goyas” a los Pumas, que al final, ya casi oscureciendo, ganaron el cotejo; no recuerdo el marcador, pero fue el partido número XLII, porque había letreros que así lo anunciaban; entre jugadas y anotaciones, uno que otro abrazo y besos, muchos besos, ese día concretamos nuestro idilio.
Salimos rápido del estadio porque auguraba lluvia, el cielo oscureció, iniciaron truenos y relámpagos, tomamos un autobús repleto de muchachos como nosotros y nos bajamos por Revolución unas dos calles antes de Barranca del Muerto, ya para entonces en plena lluvia, y ni cómo cubrirnos. Caminamos para tomar otro camión hacia Las Águilas-Lomas de Plateros, pero subimos empapados, sin soltarnos de la mano, besándonos, estilando agua de la lluvia, y al descender, a caminar hasta el edificio donde vivía ella; nos seguía la lluvia, pero nuestra alegría y cariño nos envolvía más.
Llegamos a su departamento donde su madre la esperaba, a mí no, pero ahí me presentó y no dejábamos de reír, su madre exclamó: “vienen empapados”, Irene replicó “pero no nos mojamos”, sólo la ropa, los jeans de por sí ajustados y nuestras playeras de los Pumas se pegaban más a nuestro cuerpo.
Los departamentos eran chiquitos, con dos recámaras, y me permitieron que en una me quitara mi ropa mojada para secarla y mientras me prestó una pijama de su mamá, separada de su padre hacía algún tiempo. Esa noche salí embelesado y llegué a mi casa como en estado de gracia; la lluvia no me había mojado.
Nos seguimos viendo un tiempo después, pero el cambio de mi horario al turno vespertino y mi ingreso a la Procuraduría General de Justicia del D.F. por las mañanas, nos apartaron y nos dejamos de frecuentar; el romance murió.
Son muchas las alegrías poéticas-artísticas de recibir la lluvia con alegría en nuestro cuerpo, en películas y canciones, y algunos hemos tenido la dicha de vivirla.
Todavía cuando fue mi examen de titulación en el aula Pallares el 23 de abril de 1976, la había invitado; acudió ya con un acompañante, pero a la cena de festejo en el Círculo Cubano ya no se presentó, fue la última vez que la vi. Recuerden los amables lectores que esa noche bailé un rato con la señora Aréchiga, como lo precisé en otro relato (“Semana Santa en Lecumberri”).