Un capricho. Un mero capricho. No deberíamos olvidarlo. El caos en el que se ha precipitado el país en las últimas semanas no obedece a un proyecto meditado, a las legítimas ansias de terminar con la impunidad, a una auténtica preocupación por la justicia. No: se trata -peor aún- de una ocurrencia. Así suelen gobernar nuestros políticos: de la misma manera que Felipe Calderón lanzó a fines de 2006 la guerra contra el narco sin ninguna prevención, análisis o estrategia previas, simple y llanamente porque un buen día así lo quiso -con las devastadoras consecuencias que hemos pagado desde entonces-, López Obrador una mañana decidió que había que demoler el Poder Judicial hasta sus cimientos y elegir a todos los jueces por voto popular.
De nuevo: sin el menor estudio de la situación, sin tomar en cuenta la realidad, sin prever sus costos -económicos, sociales, políticos- y, desde luego, sin evaluar sus posibles resultados. A estas alturas da igual si su única motivación consistió en vengarse de quienes se atrevieron a confrontarlo: igual que con su némesis panista, México ha debido plegarse a su dictado y todos habremos de pagarlo por largos años. Cualquiera que haya estudiado mínimamente nuestro sistema de justicia sabe que es, sin duda, desastroso. Sin duda hay jueces corruptos o torpes, empecinados en seguir la letra de la ley en vez de hacer justicia. Pero ellos no son ni por asomo la peor parte del modelo, sino uno más de sus componentes. Solo por hablar de la parte penal, que es la que más debe preocuparnos, miles de delitos no se denuncian: ¿para qué hacerlo cuando se sabe que menos del 0.5 % se resuelven?
Para colmo, la mayor parte de los problemas se localiza antes de que los casos lleguen siquiera a los jueces: policías, fiscalías y ministerios públicos son, por lo general, menos profesionales y mucho más corruptos que los juzgadores. Pero a López Obrador esto no le importó durante seis años y, cuando al fin se decidió a atender este asunto de absoluta urgencia, unas semanas antes de concluir su mandato, decidió concentrarse -y de paso echarles toda la culpa de su disfuncionalidad- en los jueces, sin ocuparse siquiera de los otros actores cruciales. Escuchar a quienes afirman que la reforma tiene como objetivo mejorar la justicia es advertir un cinismo sin límites.
El solo proceso de despedir miles de jueces y de elegir por voto a sus sustitutos engendrará unos rezagos y curvas de aprendizaje inauditos: ello hará que, en áreas distintas a la penal -donde en cualquier caso nada funciona- la incertidumbre se vuelva monumental. Para colmo, el Poder Judicial perderá toda autonomía y se verá politizado e infiltrado por el mismo crimen que se aspira a combatir. Nada garantiza, además, que los nuevos jueces vayan a ser menos corruptos, torpes o ciegos que sus predecesores: las posibilidades de que lo sean -sumadas a su inexperiencia- serán, de hecho, mayores.
Pero, una vez que el caudillo dictó su capricho, nadie entre sus filas logró frenarlo. Si acaso Sheinbaum lo intentó en algún momento, pronto descubrió que no tenía margen de maniobra y entonces optó, en contra de todo lo que se esperaba de una científica como ella, por sumarse a la demencia colectiva. La 4T se abocó entonces a dibujar al Poder Judicial como el mayor enemigo interno de la patria -otra vez, sin argumentos- y a convertir la reforma en un asunto de vida o muerte. Sabiendo que la Presidenta aún no controlaba todos los resortes del sistema heredado de AMLO, sus fuerzas más radicales aprovecharon para lanzarse con medidas cada vez más autoritarias. De su lado, la mayor parte de los juzgadores -con los ocho ministros opositores a la reforma a la cabeza- también se atrincheraron como si fueran, en otro despropósito, héroes y salvadores de la patria.