Primero destruir. Y luego ya se verá. Estas dos frases, que podrían parecer ridículas o inverosímiles y en cualquier caso impropias de una auténtica política de izquierda, han animado a la Cuarta Transformación desde su llegada al poder. Convencido de que el Estado es corrupto, superfluo u oneroso -una idea central de ese neoliberalismo que de labios para afuera afirma combatir-, López Obrador se dedicó infatigablemente a desmantelarlo con una rabia ideológica solo equiparable a la de Thatcher o Reagan. Ese mismo programa, ajeno a cualquier idea progresista, es el que ha transmitido a su sucesora.
Por supuesto, la 4T no lo hace por medio de la privatización de las empresas o los servicios públicos, sino de una forma indirecta y acaso más perversa: arrebatándole a las instituciones del Estado el presupuesto indispensable para su operación -bajo el engañoso nombre de austeridad republicana- o eliminándolas de tajo con el hipócrita argumento de que fueron creadas durante lo que sus integrantes llaman, cínicamente, “etapa neoliberal”. Una y otra vez se ha repetido el mecanismo: a partir de una mera instrucción, que jamás se basa en estudios previos -de los que se desconfía a priori- o en la evaluación de sus riesgos o de sus consecuencias, se despedaza algún proyecto u organismo, que será sin falta sustituido por otro -por lo general de menor rango y con menor independencia- de la noche a la mañana.
El resultado: un caos que los operadores del caudillo se apresuran a tratar de recomponer por medio de negociaciones, parches y medidas de último momento, las cuales entretanto dejan a los ciudadanos desprotegidos. Más allá de lo ocurrido con el AICM -primera muestra del modus operandi-, el proceso se ha repetido una y otra vez. Baste mencionar el sistema de salud, el sistema de justicia y ahora con los órganos autónomos: en el primer caso, el saldo fueron millones las personas que perdieron el acceso a la sanidad pública o a medicinas indispensables; en el segundo, la elección por voto popular de los jueces hará que durante años la impunidad y la injusticia sean aún más dramáticas que antes; y, en el tercero, provocará que el país sea todavía más opaco, discrecional e ineficaz de lo que ya es.
Volvemos -como algunos integrantes de la 4T lo han reconocido- a un modelo que combina lo peor del autoritarismo priista del pasado con una capacidad de operación estatal en mínimos históricos. Y, para colmo, quienes resultan más afectados son justo esos pobres a los que se dice tener primero. Son los más pobres quienes han debido buscar opciones privadas en educación o salud; quienes terminarán engrosando las cárceles o siendo víctimas de abusos -más aún con la aprobación de nuevos tipos penales para la prisión preventiva oficiosa: un desprecio manifiesto a los derechos humanos-; y quienes tendrán muchos menos instrumentos a su alcance para oponerse o moderar los caprichos de los poderosos. El argumento de que a los pobres se les beneficia con numerosos apoyos directos no es sino la prueba capital de esta privatización y esta discrecionalidad silenciosas. Pero poco importa cuánto dinero llegue directamente a sus bolsillos: la pérdida de capacidad de acción del Estado al final terminará siendo aún más costosa especialmente para ellos.
Claudia Sheinbaum no solo ha heredado esta lógica, sino que, en estas primeras semanas de su mandato, la ha vuelto suya. Desde que llegó al poder, hemos visto los execrables mecanismos utilizados por la 4T para hacerse con la mayoría calificada para aprobar sus reformas constitucionales y, casi peor, cómo operó a la hora de nombrar a la presidenta de la CNDH, eligiendo a la menos calificada solo a causa de su lealtad. Al parecer, el único valor que cuenta. Una ominosa señal de lo que harán a partir de ahora con los candidatos a jueces, magistrados y ministros y, por supuesto, con quienes vayan a hacerse cargo de los restos de los órganos autónomos cuyas funciones serán absorbidas por entidades gubernamentales. Imposible creer, así, que el objetivo es proteger a los más pobres o, para el caso, a cualquier habitante del país.