Entrar a un mercado es mucho más que realizar un acto de compra. Es recorrer un espacio vibrante donde se cruzan historias, tradiciones y rostros que reflejan la identidad de una comunidad. En esos pasillos, reconocemos el habla y los modos de quienes habitan allí,  los hábitos de limpieza y organización que definen a una población. Quizá por eso disfruto tanto pasear entre sus puestos, observar lo que la gente compra, qué dice, cómo elige sus productos, y, sobre todo, en qué condiciones se encuentran esos lugares que abastecen, en su mayoría, los alimentos de muchas familias.

Algunos mercados son pulcros y ordenados; otros, como los de mi tierra llana, son caóticos, sucios, desordenados, como mi ciudad. Hay mercados silenciosos, casi asépticos, en los que todo está cuidado, organizado, y etiquetado meticulosamente. Luego están los mercados bulliciosos, donde el ruido es sinónimo de movimiento y actividad, patrocinadores de la danza cotidiana. Entre sus pasillos, los vendedores se esfuerzan por organizar su mercancía, pero también luchan contra el abandono de infraestructura y la desidia que a menudo caracteriza a los lugares más humildes. Las calles sucias y enfangadas nos cuentan historias de aquellos que los atienden y de los que compran en ellos.

Ahí se viven historias cotidianas, se arman relatos de lucha y esperanza. Entre el traca-traca de las tortillerías y el aroma del pan recién horneado, observamos la identidad. Las montañas de frutas coloridas, las verduras apiladas, las mujeres en cuclillas pelando nopales, los gritos de los comerciantes, los empujones de los cargadores… Todo eso se entrelaza para componer nuestra mística.

Sin embargo, estos mercados también nos muestran el pulso de nuestra economía, y el panorama es, desgraciadamente, alarmante. Esto refleja no solo el carácter de un pueblo, sino también las realidades que atraviesa. Es imposible ignorar la verdad: todo está carísimo. Los productos básicos, que deberían estar al alcance de todas las familias, se han convertido en un lujo inalcanzable para muchos, todo ha subido a niveles preocupantes. 

Detrás de cada precio elevado, hay historias de agricultores, comerciantes y familias que luchan por sobrevivir, intentando llegar a fin de mes con dignidad. Pero, ¿dónde está el apoyo gubernamental para quienes sostienen nuestra canasta básica? ¿Qué medidas está tomando nuestra recién estrenada presidente para aliviar esta crisis? Las respuestas son pocas, y  parecen más orientadas a la grillería que al bienestar real de los ciudadanos.

Otro ejemplo de esto es la falta de atención a los servicios básicos, el deficiente comportamiento de instituciones que hace ocho años estaban en números negros y que ahora, quebradas, desatienden su labor principal: brindar servicios a los usuarios. Esta ineficiencia se traduce en un terrible enfrentamiento de aumento de precios e interrupción de servicios fundamentales. Mary me contaba con indignación que durante toda esta semana no tuvieron luz en su colonia: Las Flores. Todo se echó a perder. Los hielos que compró no fueron suficientes para proteger sus alimentos. Me relató cómo los electricistas subían a los postes, sin ofrecer una solución. “Está cañón”, dijeron, subiendo a su camioneta.

Estas experiencias nos llenan de desprotección y desamparo. ¿A quién acudir cuando los servicios básicos fallan? ¿Dónde exigir que se cumpla con lo mínimo necesario para vivir con dignidad? ¿Qué nos queda cuando la razón de ser de un sistema parece estar tan distorsionada? Nos encontramos en una encrucijada: ¿Seguimos tan contentos con la gestión actual, o debemos reconsiderar nuestras opciones y exigir respuestas claras?

Los mercados son un reflejo fiel de nuestra identidad colectiva, de nuestras desigualdades y nuestras luchas. Si no queremos que se convierta en un simple recordatorio de lo que hemos perdido, debemos exigir cambios concretos, o ¿usted qué opina?

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