El 20 de enero se acerca. En menos de dos meses Donald Trump hará el juramento de ley y, desde el primer minuto, convertirá sus amenazas en decretos. El segundo Trump dejará atrás la palabrería para convertirse en látigo que se estrenará frente al vecino del sur. Lo ha dicho con una claridad que hiela: seré dictador desde el primer día, me convertiré en su venganza. El equipo que ha ido formando, hecho de los ideólogos más radicales y de los devotos más desquiciados da cuenta de la seriedad de su locura. En su segunda inauguración, Trump querrá exhibir una fuerza y una temeridad que no tuvo en los primeros años de su mandato. Interpreta la claridad de su victoria como permiso para poner en marcha sus proyectos más feroces. No solamente actuará, hará espectáculo de su actuación.
En toda su historia moderna, México no ha tenido, en el frente internacional, una amenaza tan grave como la que supone el regreso de Trump a la Casa Blanca. El hombre que se adueñó del Partido Republicano y que se impuso contundentemente en las elecciones recientes pone en riesgo la integridad territorial de México y su plataforma económica vital. Nada menos: la soberanía en su dimensión más elemental y su viabilidad económica. De paso, amenaza con una crisis humanitaria en su frontera. La amenaza de enero no es el de la agudización de tensiones en tal o cual aspecto de la relación bilateral. No es la llegada de una administración en Washington que tiene prioridades que entran en conflicto con los intereses mexicanos. El regreso de Trump puede convertirse en una catástrofe para México.
El régimen debería estar construyendo en estos momentos una estrategia de unidad nacional para encarar el desafío que se nos viene encima. Hacer acopio de todos los recursos intelectuales, diplomáticos, profesionales, institucionales para enfrentar, de la manera más eficaz posible, esa amenaza que está cada segundo más cerca de nosotros. Debería desplegarse ya una estrategia intensa y vasta de alianzas dentro de los Estados Unidos para presentar un frente común ante la agresión anunciada. Aunque desde hace seis años se ha tratado de tirar a la basura todo lo que el Estado mexicano ha ido construyendo para lidiar con el vecino, la experiencia está ahí. Décadas de trato en todos los ámbitos, conocimiento técnico de los detalles más complejos de la relación comercial, vínculos con socios de todos los sectores económicos y aliados de peso en los dos colores. A la amenaza del segundo Trump no se responde con declaraciones, sean cautelosas o temerarias. La única manera de encararlo es con una política sensata y atrevida al mismo tiempo que exprima las capacidades mexicanas, estén donde estén y que amarre alianzas del otro lado de la frontera.
Sé que lo que digo es absurdo frente a la soberbia del nuevo régimen. La única unidad en la que piensa es la unidad al interior de un partido y de un movimiento. Los otros son despreciables, irrelevantes, nocivos. Los de antes sólo tienen mañas de las que nada podría aprenderse. Por eso no tendría ningún sentido convocar a nadie fuera del círculo de los leales. A base de reiterar un discurso de polarización rudimentario, se convenció que no hay nada valioso en lo que se hizo antes de 2018. La devaluación de la administración pública es innegable. El impacto de esa política se siente en todos lados, pero hace crisis en esta emergencia. La satanización del periodo prepopulista le arrebata al país una experiencia que hoy es urgente. Al régimen no le bastan los votos para encarar el desafío de Trump; no serán suficientes sus bancadas en el Congreso para resistir la agresión que vendrá del norte y, sobre todo, no son suficientes sus cuadros para lidiar con la amenaza.
El nuevo gobierno no muestra reflejos ni imaginación. Por el contrario, se le ve atado a las manías heredadas. Negar la realidad, encerrarse en un pequeño salón con los leales para después repetir en la plaza el reducido catálogo de frases hechas; llamar a los otros traidores. Aún ante la emergencia se imponen las inercias estratégicas de la nueva autocracia.