Este año de elecciones y guerras en el mundo quedará en la memoria mexicana como el año en que se consumó el cambio de régimen. En 2024 se dieron los golpes mortales a la constitución y al pluralismo. El país ha dejado de tener ley suprema porque quienes se apropiaron de la mayoría calificada se han atribuido el poder de hacer con ella lo que quieran. Podrán rehacerla a su antojo, violarla sin consecuencia alguna. Hemos perdido constitución porque el poder judicial ha quedado sometido a la lógica de la representación mayoritaria; porque se han eliminado las protecciones elementales de su autonomía. México ha dejado de ser una democracia defectuosa, un régimen híbrido, para integrarse al espacio de los regímenes francamente autoritarios.

Las claves de sustentación del nuevo régimen no han terminado de definirse. Se trata, en primer lugar de una autocracia con un respaldo popular que se levanta sobre el desierto de las oposiciones. Sus alianzas, tanto las legales como las ilegales son, más fuente de incertidumbre que de claridad. El control de la conversación pública que fue crucial en su despegue empieza a declinar. Es previsible que los desastrosos resultados de la gestión terminarán, tarde o temprano, por impactar el respaldo al oficialismo que, hasta la fecha, ha volado por encima del examen de las consecuencias del populismo.

Algo puede advertirse ya: el polo autocrático ha dejado de ser monolítico. El sexenio pasado fue una pirámide. La simple mirada de la cúspide servía para orientar a todos los integrantes de la coalición. No había más que seguir los ojos del gran poder. Las cosas han cambiado radicalmente. Desde el 1º de octubre se ha visto unidad en Morena solamente para dar cumplimiento al testamento de López Obrador. Para realizar ese programa, todos caminan en la misma dirección. Pero en todo lo que pudiera ser mínimamente distinto al instructivo de salida, las rutas del oficialismo se separan. La voz de la presidenta es una entre muchas. El único núcleo de cohesión del oficialismo sigue siendo la lealtad al fundador. Si alguien lo sabe es Sheinbaum quien, por eso mismo, ha insistido en cumplir, a toda prisa y sin modificación alguna, los caprichos de salida de Andrés Manuel López Obrador. Una coma incómoda que el nuevo gobierno hubiera introducido en el testamento del patriarca podría haber desnudado la profundidad de la discordia en la coalición gobernante.

La presidenta no dirige la coalición gobernante. Hay muchas pruebas de ello. Sheinbaum es presidenta, pero no ejerce en realidad como de líder de Morena. Su propio gabinete es tanto una herencia como una afirmación. Siguiendo la instrucción de su antecesor, las piezas clave en el Congreso corresponden al pacto de la sucesión interna. Para evitar la escisión, López Obrador tuvo a bien repartir el pastel de su sucesora. Fue él quien decidió cuál sería el consuelo de los perdedores. A uno el liderazgo en el Senado; al otro, la coordinación de los diputados; a este otro, un puesto en el gabinete. En posiciones clave, pues, los resentidos inmediatos con la victoria de Sheinbaum.

Debe decirse que los reveses que ha sufrido la presidenta por el bloqueo de los líderes de su propio partido no han sido discretos. Las prisas de los congresistas han cancelado brutalmente los débiles y breves llamados de la presidenta a la reflexión. En varias ocasiones, los caciques parlamentarios han impuesto su voluntad en contra de las propuestas, siempre tímidas, de la presidenta. El caso de la reelección en la Comisión Nacional de Derechos Humanos fue clarísimo. La presidenta tomó distancia del proceso, expresando respaldo a la renovación. En respuesta, el Senado invocando asuntos de Estado, decidió respaldar la indefendible reelección de Rosario Piedra. El caso no solamente exhibe la falta de entendimiento entre presidencia y congreso y la torpeza de su conducción política, sino que deja de manifiesto que los puentes del ejército con el congreso no pasan por el ejecutivo.

Los pleitos entre las corcholatas que ahora regentean las cámaras muestran las complejidades de una autocracia que nació personalista y que está muy lejos de institucionalizar su dominio. Por lo pronto, lo que tenemos podría llamarse autocracia fragmentada.

 

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