Es difícil encontrar a alguien en los últimos tiempos que haya impuesto su sello en la historia universal como Mijail Gorbachov. Cambió la historia de su país, cambió la historia del mundo. Contribuyó a redibujar el mapa del planeta, a terminar la Guerra Fría, a hacer del mundo un lugar menos peligroso, a expandir las libertades. Le dio el golpe mortal a la Unión Soviética, terminó con el comunismo en su país y en Europa central. Lo más notable es, quizá, que muy pocos de estos efectos eran los que el político buscaba. Las consecuencias no fueron producto de su deseo y, en buena medida, fueron lo contrario a lo que había anticipado. Hay una marca trágica en el personaje al que admiramos por el efecto de sus fracasos.

Puedo recordar su llegada al poder. La emoción de ver a un hombre empeñado en la renovación, a pesar de los gigantescos obstáculos que enfrentaba. De pronto, un régimen embalsamado encumbraba a un hombre jovial que apostaba por el cambio. Una mirada afilada que contrastaba con las momias que se desplomaban una tras otra. Gorbachov reconocía la crisis del régimen y ofrecía una reforma económica y una reforma política. Perestroika y Glasnost, las palabras que se convirtieron en el símbolo de una esperanza mundial. El gobernante caminaba por esas dos pistas con más instinto que programa. No tenía una idea clara del punto al que quería llegar y lo que es peor, no tenía un diagnóstico serio de lo que quería remediar. 

Quiso fortalecer a la Unión Soviética, quiso renovar al Partido Comunista, daba por sentado que el imperio soviético permanecería hasta el fin de los tiempos. Confiaba en que la oxigenación de la política y la modernización de la economía bastarían para fortificar el orden soviético. Impulsó la transparencia, alentó la participación de la gente, trató de inyectar racionalidad a la planeación económica, de incorporar algunos dispositivos de mercado a la actividad económica. Nunca se propuso desmontar el comunismo, ni mucho menos darle fin a la Unión para facilitar el paso al capitalismo. Hasta el último de sus días, se pensó como un leninista. Se lanzó a ciegas al territorio más riesgoso de la política que es la reforma. El reformador no sabía cuál era la naturaleza del régimen que conducía, no entendía bien su mecanismo, ni los resortes que lo mantenían en movimiento. Formado dentro de las estructuras imaginaba que bastaban cambios modestos y puntuales. Uno de sus asesores lo reconocía diciendo que los reformistas encabezados por Gorbachov eran un grupo de ciegos que le entregaban un espejo a unos sordos, con la ilusión de recibir después una balalaica. No sabían qué terreno pisaban y tomaban decisiones al paso con la esperanza de que las cosas terminarían acomodándose a sus deseos. 

Gorbachov confiaba en que los espacios de libertad que ampliaban legitimarían al régimen; creía que los alicientes de mercado apuntalarían al comunismo; que la autonomía que se cedía a las repúblicas renovaría el pacto de la Unión. En todo eso fracasó. El político formado en el aparato no se había percatado de que el régimen dependía de la intimidación; que las reformas desencadenaban dinámicas incontrolables; que, sin sumisión imperial, no había Unión. Queriendo la renovación de la Unión Soviética, provocó su ruina. 

Su gran aportación histórica fue la manera en que asumió sus derrotas. Gorbachov fue un héroe del fracaso. Un hombre que aceptó sus desgracias, que admitió su propia ruina. Para Deng Xiaoping, el reformista chino que arrolló a los disidentes, el ruso fue un idiota que no supo usar los instrumentos del poder que tenía a su alcance. Pero Gorbachov no estaba dispuesto a una represión como la de Tiananmen. Gorbachov entendió que las fuerzas que había desatado eran incontrolables y que no podía contener la energía que sus reformas habían liberado. No hizo lo que habrían hecho todos sus predecesores o lo que habrían hecho sus sucesores. No hizo lo que hicieron otros líderes en circunstancias semejantes. Admitió dignamente la derrota de sus proyectos. 

Sus reformas dieron muerte a un régimen, pero Gorbachov no cimentó un nuevo orden de prosperidad y libertades. Por eso su heroísmo es el heroísmo de la derrota. El heroísmo de la decencia. En Gorbachov se admira el decoro de un hombre de poder que reconoce su fracaso. En el documental que Werner Herzog filmó sobre el último dirigente soviético, el cineasta le pregunta al político sobre el epitafio que quisiera tener sobre su tumba. Gorbachov, después de pensarlo unos instantes, responde: “Lo intentamos.”

 

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