El militarismo es lo que tenemos frente a los ojos. Levanta a un estamento por encima de la ley y doblega a las instituciones. Hace de la disciplina armada el símbolo de la nación y el verdadero garante de la unidad. Permite a un general definir, por encima de la Constitución, los límites de la crítica y, en contra de la ley, los deberes de la ciudadanía.
No hemos prendido las alarmas con la fuerza necesaria. Después de cuatro años de erosión institucional, el golpe reciente parece, apenas, un golpe más. No lo es. El Congreso ha resuelto violar la Constitución para congraciarse con el Ejército. Han sido dos poderes, el ejecutivo y el legislativo, los que han renunciado a plena luz del día a su deber elemental de sujetarse al marco constitucional. Presidente y Congreso han conjurado para violar la Constitución en beneficio de los militares. El Ejecutivo y la mayoría que le es adicta han colocado a los milicos por encima de la Constitución.
La militarización avanza doblegando a la Presidencia y al Congreso, sometiendo también a instituciones como la Comisión Nacional de Derechos Humanos. El atentado ha encontrado muy pronto la orgullosa complicidad de la CNDH. El órgano ha decidido respaldar la violación constitucional y no presentar la acción que le correspondería a un órgano que tiene como finalidad el cuidado de los derechos fundamentales. El execrable texto que hizo público la semana pasada da cuenta de la abdicación de ese órgano. La Comisión no razona por sí misma, no incorpora a su determinación la experiencia de la intervención militar en las tareas de seguridad pública en los últimos lustros, no toma en cuenta sus propias resoluciones o las advertencias de organismos internacionales. La CNDH repite los argumentos del oficialismo. Entrecomilla las intenciones del poder como si éstas fueran la última palabra, y se traga sus argumentos, sin siquiera masticarlos. Si era necesario encontrar un certificado de defunción de la Comisión Nacional de Derechos Humanos lo tenemos claramente en este texto de mimetización. Los deseos de la Presidencia son instrucción para la Comisión. La Guardia Nacional, dice el documento, es una herramienta democrática “que el pueblo de México se ha dado, y que se ha construido a través de procesos históricos fundamentales como la Independencia, la Reforma y la Revolución, los cuales buscaban instaurar un orden social más justo y libre, pero también civilista.”
En el discurso oficial se encumbra ideológicamente a la burocracia de la intimidación armada. El Ejército es la quintaesencia de la nacionalidad: el pueblo incorruptible y heróico que está fuera de toda sospecha. Es la eficiencia que obedece la instrucción del comandante sin perder el tiempo examinando la legalidad, la razón o la consecuencia de la orden. De esta idolatría proviene la determinación de conseguir la permanencia de una política a través de su traspaso al estamento militar. Entregarle al Ejército una tarea pretende asegurar que no se toque en el futuro. Militarizar para congelar. Más que la Constitución que pretende una estabilidad que trascienda el sexenio, la militarización busca atar las manos de los futuros gobiernos democráticos. Los ambiciosos que hoy aplauden y callan ante la militarización, serán víctima de este gravísimo retroceso constitucional.
No es extraño que un militar sienta el derecho de decirle al país lo que puede decir y lo que debe callar. El reciente discurso del Secretario de la Defensa es inadmisible y merecería una condena enérgica de todas las fuerzas democráticas del país. No es aceptable que la cabeza del Ejército describa la pluralidad como causa de la ruina del país, y que suponga que es un deber patriótico la unidad sometida. Los halagos cotidianos del Presidente a quienes empuñan las armas han tenido efecto. El Secretario de la Defensa, en aire francamente diazordacista, amenaza a quienes “con comentarios tendenciosos generados por sus intereses y ambiciones personales pretenden apartar a las fuerzas armadas de la confianza y respeto” de la ciudadanía.”
Ensalzado en el discurso como institución incuestionable, humillando instituciones, absorbiendo el presupuesto que se le niega a otras ramas de la administración, designado como albacea de un autócrata que cree más en las armas que en las leyes, el militarismo avanza.