El cuento del oficialismo se basa en la negación de la experiencia política reciente. No la crítica a la transición democrática sino su negación. La transición no ocurrió, dicen. Fue una farsa. Es necesario encerrarse en el hermetismo de la ideología para negar las muchas pruebas del cambio histórico que vivimos al arranque del siglo. ¿Cómo negar las alternancias en la presidencia y las gubernaturas? ¿Cómo desentenderse de los gobiernos de minoría que contrastaban de manera tan notoria con aquel presidencialismo omnipotente? No es fácil decir que la transición no ocurrió cuando el pluralismo se convirtió en el escenario cotidiano de la política. ¿No tenemos fresco el recuerdo del desacuerdo entre poderes? En el Congreso era frecuente el rechazo de las iniciativas presidenciales; la Corte declaró la inconstitucionalidad de múltiples decisiones políticas; hay incontables ejemplos de sanciones y multas del árbitro electoral a los partidos políticos. Es la historia reciente, la experiencia fresca del pluralismo lo que el régimen pretende negar.
El discurso oficial es, en efecto negacionista. Niega que el país, en términos políticos, terminó exitosamente el siglo XX. Le dio base institucional al pluralismo. Nos hizo vivir en la incertidumbre de la competencia. Terminó con el presidencialismo autoritario. Echó a andar la torpe maquinaria de los contrapesos. No fundó un régimen perfecto; no inauguró eficacia, ni legalidad, pero asentó un pluralismo que no habíamos conocido antes. Al abrigo de un órgano imparcial, México vivió la experiencia democrática.
El régimen niega lo que los ojos nos han mostrado desde el 2000 o, para ser más precisos, desde 1997. Los gobiernos pierden elecciones. Hay condiciones para derrotar a las mayorías de ayer y para confrontar las ambiciones de hoy. Quienes son gobierno en una parte son oposición en otra. El partido que ocupa el ejecutivo se ve obligado a negociar con un congreso opositor. La legitimidad de las oposiciones es la base del pluralismo. Se reconoció, no solamente en las leyes, sino también en el diálogo. Nadie se atrevía a declararse depositario exclusivo de la razón histórica, de la moral pública, de la voluntad del Pueblo. La democracia supone un pudor que el populismo desconoce.
Quienes ayer salieron a las calles no están dispuestos a tragarse el cuento oficial. No aceptan que el árbitro sea propiedad de quienes ganaron la última elección. Cuidan que la política siga siendo un juego abierto para mantener la vigilancia, para recoger la diversidad, para aplicar castigos y oxigenar la representación. El INE hizo posible este dinamismo. Lejos de ser una institución perfecta, ha sido reflejo de la diversidad y plataforma de la diversidad. Pueden hacerse muchas críticas al órgano, pero hay que decir que ninguna fuerza política lo ha capturado, ningún partido político lo ha convertido en su instrumento.
Hay que subrayarlo. La democracia elemental es una novedad histórica. Solo con el IFE y con el INE hemos visto alternancias. ¿Qué razón habría para desprendernos de ese patrimonio que tantos reconocen como común? Al árbitro de hoy lo reconocen ganadores y perdedores de los últimos veinte años. Lo respeta la gente como la institución civil más apreciada. Solo el régimen desconoce su aportación histórica y lo sueña sometido.
“El INE no se toca,” fue el grito unificante. Podría parecer excesivo, antidemocrático incluso, el llamado a tratar a una institución como intocable. Pero la fórmula reconoce su carácter de símbolo. El emblema de la transición. Viejo proyecto de oposiciones de izquierda y derecha, producto de largas y complejas negociaciones, resultado de delicados equilibrios. Al exigirle al régimen que no toque al árbitro, se revela una nueva dimensión de la rivalidad política. La defensa del INE confronta el núcleo del relato populista. La transición no fue una farsa. El caudillo no es el padre de la democracia sino su mayor amenaza. La experiencia pluralista de los últimos lustros pudo haber sido, en muchos ámbitos, frustrante, pero fue real, profunda. Y merece defensa. El pluralismo que floreció al amparo del INE fue el fin del personalismo autoritario. La ciudadanía que ha salido a la defensa del órgano electoral no acepta que la democracia sea un paréntesis entre dos versiones del autoritarismo.