Qué difícil resulta, en estos tiempos de globalización absoluta, imaginar el mundo de finales del siglo XV, cuando la península ibérica, a través de los descubrimientos marítimos, ampliaba sin precedentes sus miras tanto hacia Oriente como al misterioso Occidente, completamente desconocido para navegantes y cartógrafos. Primero los portugueses mediante los descubrimientos de archipiélagos en medio del Atlántico y la circunnavegación de África. Luego, la gesta de Colón que permitió a sus sucesores completar la primera vuelta al mundo apenas treinta años después, en 1522. A partir de entonces, a golpe de expediciones y descubrimientos, el mundo se forma como lo conocemos. 

Ya en el siglo XVI, desde las dos potencias marítimas que se habían repartido el mundo en Tordesillas, las posibilidades de conquista y colonización en el Nuevo Mundo, así como el afianzamiento de los enclaves del Lejano Oriente, llegan a límites absurdos: tanto Portugal como España estuvieron interesados en incluir en sus conquistas al imperio chino gobernado por la dinastía Ming. Desmesura europea, como bien la nombra el historiador francés Serge Gruzinski en este libro que narra con rigor el primer proceso de mundialización de este planeta dirigido, no está de más recalcarlo, desde la Europa Meridional. 

Exceso que no se contenta sólo con haber descubierto un gigantesco continente y colonizado el archipiélago filipino. Cuando la ruta del Galeón de Manila se hallaba bien establecida, hacia 1570, China se siente al alcance de tan enjundiosos conquistadores, muy capaces de morder más de lo que les era posible masticar. No sobra decir que los planes no sólo partían entonces de Madrid, sino que se fraguaba desde suelo mexicano, sede de los virreyes que abastecían y administraban los territorios allende el Pacífico. 

Gruzinski narra los pormenores de estos sueños de conquista militar y evangélica, y nos asoma a la mentalidad que dio origen al imperialismo transoceánico cuya estafeta pronto tomarán holandeses e ingleses. Pero su libro, como su trabajo como historiador, trasciende por mucho las ideas de una historia nacionalista, y se enfoca en desarrollar una historia global que contribuya “a reinterpretar los grandes descubrimientos al restablecer los lazos que la historiografía europea ha ignorado o silenciado”. Pero no sólo ataca la visión eurocéntrica, también lo hace con las historias nacionalistas plagadas de mitos. Varios de ellos son eficazmente deshechos en las primeras páginas al referirse al reino del Anáhuac, por ejemplo. Un libro delicioso que apunta en una dirección ambiciosa: “la historia global muestra que no hay vencedores ni vencidos y que los que dominan pueden también ser los dominados en otra parte del mundo. Una historia global lleva a volver a unir las piezas del juego mundial que han sido desmembradas por las historiografías nacionales o pulverizadas por una microhistoria mal dominada; incita a volver a situar nuestra curiosidad y nuestra problemática”.

 

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