Por Sergio Belman

Una de las últimas cosas que me faltaba tachar de mi lista de cosas por hacer era cortarme el pelo. Ya había cambiado las sábanas, tirado a la basura los peluches y los juguetes, cambiado el número de teléfono, roto las cartas, podado el pasto y pedido perdón.

Mi mamá me acompañó. Era de noche. Un domingo. Le había dicho temprano: Má, márcale a mi tía y dile que si me puede cortar el pelo más tarde. Nunca nadie en la vida me ha cortado el pelo aparte de mi tía. Desde chiquillo me lo corta. Siempre renegando y llorando, siempre con la bata exageradamente ajustada al cuello. No, tía, yo lo quiero como ponketo. No, tía, yo lo quiero como lo train los cholos. No, tía, yo soy rocanrolero, y esos no se cortan el pelo. ¿Cómo se lo dejo, Carmen? Cortito, siempre respondía mi mamá. 

Durante mi infancia nunca hubo manera de cambiar las cosas. Hasta que tuve la edad suficiente para desobedecer. Y por más o menos dos años, de los 14 a los 16, hice la revolución y me libré de la tiranía de las tijeras y la maquinita molesta. Y entonces, de mi cabeza brotó un afro grandote. Siempre implacable, siempre indomable, siempre desmedido, siempre enmarañado, siempre feroz, siempre rabioso. Y siempre muy muy hermoso. Que se acomodaba como quería. Que nunca decidió verse igual al día anterior. Que hacía enojar a todo el mundo. A familiares y amigos, a conocidos y extraños, a niños y ancianos, a hombres y mujeres por igual. ¿Y ese pelo?, ¿Y por qué lo trais así?, ¿No te da vergüenza?, Oye, chavo. En el centro orita se ponen unos que te lo cortan de a gratis, ¿no quieresir?… O a veces, cuando iba caminando por la calle o por donde sea, podía sentir algún dedo señalándome desde lejos. Y entonces yo pensaba que por fin me había salido con la mía.

Entonces yo era Jimi. Jimi Pelos de Estropajo, Jimi Nido de Golondrinas, Jimi Pelos de Panocha, Jimi Negrito Bimbo, Jimi Pelucón, Jimi El Sirenito (me habían puesto así porque según me parecía a Rigo Tovar, aunque Rigo Tovar no tenía afro, y si lo hubiera tenido, no lo hubiera lucido igual de bien que yo), etc, etc. Y ahora que solo soy Jaime García y me recorto el pelo cada mes (cortito, bien cortito) no hay nada que pueda dar indicio de que alguna vez tuve aquello en la cabeza.

Pero bueno, estaba en que era un domingo por la noche. Hacía frío y parecía que nadie había visitado la casa de mi abuela. Los domingos eran los días en que la familia se juntaba. A veces llegaba uno que otro tío o tía, a preguntarle a mi abuela que cómo estaba, que cómo la llevaba. Bien, hijo, bien. Gracias que vinieron. A veces con un pollo asado, a veces con nada. Algún que otro primo ya crecido, con los rasgos infantiles deformados por la edad. Que apenas se acuerdan de uno. De los cumpleaños celebrados, las piñatas quebradas, los dulces comidos, las travesuras ejecutadas y los regaños aplicados.

Mi tía cuida a mi abue. Desde siempre ha vivido con ella. No está casada y tiene una estética en el centro. Pero yo prefiero que me lo corte en la casa.

La puerta de la reja estaba cerrada con llave y mi mamá agarró una piedra para tocar. ¡Conchita, ya llegamos! ¡Conchaaa! ¡Qué escándalo, Má! Ya te oyó. ¡Voooy! Mi tía nos abrió. ¡Frida, hazte pallá! No te salgas. A la perra le dio un coscorrón y la mandó padentro. Pásenle, pásenle. Que hace frío.

La casa estaba casi a oscuras, con la luz de la cocina solamente prendida. Mi abuela estaba sentada en una silla del comedor y sus canas parecían iluminar un tanto el lugar. Hola, abue, ¿Cómo estás? Bien, hijo, bien, Aquí nomás… Resistiendo los días. Qué bueno que viniste. Me persignó en silencio y luego bajó la mirada. Yo también lo hice. Gracias, abuelita.

Ya sabes dónde están las cosas, Jaime. Subí las escaleras hasta llegar al cuarto de mi tía. Abrí el cajón y saqué el estuche, el peine, el rociador de agua, el talco y la bata. Puse las cosas sobre su cama y me quedé mirándolas un rato. Pensando en algo que se me escapa ya. Abrí el cierre del estuche y vi la maquinita ahí, negra y reluciente como una pistola. Cerré el estuche y bajé. Aquí están todas las cosas, tía. Falta el banquito, Jaime, ya sabes donde… Subo de nuevo al cuarto y tomo el banquito. Bajo y ya no hay nada más que falte. Aquí en la esquina, cerca del enchufe, Jaime. Sí, tía. ¿Ora cómo lo quieres? Corto, le digo.

Empieza por mojarme el pelo. El agua me hace chinitos, agarra el peine y los deshace. Se detiene y habla algo con mi mamá. Me acaricia la cabeza y toca las dos bolas que tengo en el cráneo. ¡Ay, Jaime! Tienes como unas bolas aquí, bien duras, como granitos ¿verdá? Cada que me corta el pelo me dice lo mismo. Siempre le parecen nuevos. Sí, tía, son como unos granos. Conecta la máquina y a continuación ocurre lo que ya no tengo necesidad de describir.

Mientras lo hace, me quedo como hipnotizado con el zumbido de la máquina, y miro a la perra acostada en su sillón roto y mugroso. Sola ahí, negra en la oscuridad, vieja y llena de tumores. Ella me mira a mí también.

Listo, Jaime, Vete a ver en el espejo y me dices si todavía te corto más. Así está bien, tía. Gracias. Ya no hay nada qué hacer.

Sergio Belman: Vive en Irapuato, le gusta el rocanrol, el box, la lucha libre, las palabras sencillas y poco más.

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