Dicen que el Presidente es quien más poder acumula en los últimos años. Desde Carlos Salinas de Gortari no había un mandatario con tanto control. En los últimos días ese poder queda muy acotado por dos fuerzas: la realidad y la prensa independiente.
López Obrador puede designar secretarios, ministros, gobernador del Banco de México; puede enviar embajadores, cambiar presupuestos y construir las obras que mejor le viene en gana. Lo que ya no puede es someter al silencio a la mayoría de los medios de comunicación que son sus críticos. Y menos a los ciudadanos que tienen al alcance de su celular una audiencia.
Es un cambio sustancial que nos diferencia de otros países con gobiernos populistas o autoritarios. Nuestro sistema de libertades constitucionales permiten ese gran contrapreso que son los medios de comunicación en una democracia. El Gobierno puede recortar la inversión en publicidad en los medios incómodos e inundar de dinero a uno que otro afín a su ideología. El Universal, Reforma, Milenio, Radio Fórmula, Latinus, Atypical Te Ve de Alazraki, El Pulso de la República y decenas de comentaristas que se unen a las redes sociales, gozan de la mayor libertad de expresión de nuestra historia.
A eso sumamos una infinidad de participantes en Twitter, Facebook, Instagram y TikTok, que producen opiniones y memes que luego circulan por Whatsapp o Telegram. No hay forma de controlar el contenido que todos podemos subir a nuestra red preferida y hacerlo llegar a grupos que luego envían a otros grupos.
La estrategia de comunicación del Gobierno federal es contrarrestar ese tsunami de críticas y comedia política con un ejército de simpatizantes y bots. Es una guerra que inició desde el principio y que fue provocada por un discurso divisivo y agresivo en las mañaneras. El país se dividió artificialmente entre los leales y los adversarios, entre fifís y chairos. Con el tiempo la escisión se profundizó cuando desde el púlpito político tildaron de neoliberales y conservadores (una contradicción en el propio significado de las palabras), a quienes no pensaban o no creían en la efectividad de la llamada Cuarta Transformación.
En más de cuatro décadas no habíamos visto que la inmensa mayoría de los periodistas conductores de programas de radio y redes sociales tuvieran la misma línea crítica frente al poder. Pepe Cárdenas, Joaquín López Dóriga, Carlos Loret de Mola, Leonardo Kourchenko, Azucena Uresti, Ciro Gómez Leyva, Carmen Aristegui e incluso Pascal Beltrán del Río de Imagen, abren sus micrófonos todos los días para dar cabida a críticos del Presidente y de Morena.
Hacen el trabajo que la propia oposición teme, informan y descubren corrupción que los partidos minoritarios deberían denunciar. Salvo honrosas excepciones como Xóchitl Gálvez y Lilly Téllez, son pocas las voces que se unen a este ejercicio democrático. No hay políticos de oposición que investiguen la operación del Gobierno federal en sus obras más importantes, en sus resultados reales, y sobre todo, en la corrupción y la impunidad.
Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, MCCI, logra, con un puñado de reporteros de investigación, lo que no intenta siquiera la oposición con miles de partidarios.
Carmen Aristegui, una periodista sólida, parecía estar del lado de López Obrador al principio del sexenio. Ahora se suma a las filas de sus compañeros insultados y agraviados desde Palacio. No hay forma de que esta confrontación la puedan perder los medios. El desgaste de gobernar irá cargando la balanza hacia la verdad periodística, esa que buscamos todos los días por oficio.